Si algunos autores manchegos dieciochescos se han incorporado al canon general de la literatura española (Eugenio Gerardo Lobo, José de Cañizares, Cándido María Trigueros, Ignacio García Malo, Pedro Estala, León de Arroyal, José Antonio Conde, Lorenzo Hervás y Panduro…) solo lo han sido gracias a los esfuerzos que se han tomado algunos investigadores para estudiarlos y publicarlos venciendo la deprimente estolidez y desinterés de las instituciones públicas o los mecenas privados. En vez de sufragar y alentar estos trabajos, unos y otros se obstinan en fomentar la charanga y la pandereta y, por ello, una parte sustancial de la obra literaria antigua en La Mancha anda todavía oculta en rincones remotos, sin versión electrónica siquiera a pesar de los muy honorables esfuerzos de la Biblioteca Digital de Castilla-La Mancha (BIDICAM), todavía con poco fondo.
Así ocurre con los escritos sin desbrozar y en su mayoría intonsos de Melchor de Macanaz, importantes por constituir el primer ataque oficial del estado español contra la Inquisición y el poder omnímodo de la Iglesia, o con las ochenta obras (ni siquiera se conoce el número exacto) del genial polígrafo, científico y lingüista Lorenzo Hervás y Panduro, inéditas y desperdigadas en su mayor parte. No distinta es la lamentable ausencia de unas Obras completas no ya de León de Arroyal, primer pensador político del siglo para autores como Maravall o Elorza, cuyas Sátiras andan todavía lastimosamente sin editar (el año pasado se vendía un manuscrito completo ¡por trescientos euros!), sino de las obras dramáticas aún sin recoger del mayor y mejor de los dramaturgos posbarrocos, José de Cañizares, cuando casi todas las de los demás autores áureos se ha publicado o se está ya publicando íntegra en ediciones críticas. Por no hablar de las inexistentes ediciones de autores cuya menor sonoridad no exime de estudio por aspectos no tanto literarios como histórico-sociales o culturales. Es el caso del único manuscrito conservado de Francisco Carretero y Navalón, tan importante para revivir la historia con letra pequeña de Cuenca y Albacete y el teatro regional de este siglo.
Alguna culpa incardinan prejuicios antiguos de muy varia índole que han heredado sin crítica los modernos para no trabajar en desterrarlos, arrumbando a escritores tan estimables como los jesuitas manchegos expulsos, cuya obra anda dispersa por archivos, bibliotecas y gacetas de Italia y voy a reivindicar aquí, o, por referir solo algunos ejemplos, los que todavía obran efecto sobre los escritos del intrigante e intriguista canónigo traductor de Milton Juan Escoiquiz, tan estimable como poeta, aunque acólito del más cerrado absolutismo, o sobre los del poeta, médico y botánico Casimiro Gómez Ortega. Siempre ha lucido más reducir la cultura a grandes nombres y hombres en quien se quieren ver reflejados bien mezquinamente los poderes que deforman, adulteran, aminoran y simplifican la cultura; vale más, por ejemplo, imprimir una enésima edición del Quijote que cualquiera de las obras que inspiró, como sus continuaciones dieciochescas o Los enredos de un lugar, de Fernando Gutiérrez de Vegas, obra esta que solo la más lamentable de las incurias culturales ha podido dejar sin edición moderna desde hace más de dos siglos, ya que la moderna historia de la literatura considera a este título nada más y nada menos que el más interesante y anticipado a su tiempo entre toda la narrativa española del XVIII: es la primera novela realista que se escribió en España después del Quijote. Y, sin embargo, nadie puede enorgullecerse de ella porque no se ha vuelto a imprimir desde su segunda edición en 1800.
Tanto Fernando Gutiérrez de Vegas como León de Arroyal tuvieron que afrontar las censuras y críticas de su tiempo; pero ahora poseen un enemigo más duro: la incultura y el desinterés de los representantes de sus conciudadanos. Similar dejadez y el mismo prejuicio reduccionista ha mantenido en la sombra incluso a éxitos literarios indiscutidos en su tiempo compuestos también por autores manchegos, como las doce novelas agrupadas en Voz de la naturaleza por el conquense Ignacio García Malo, entero resumen de las temáticas, estructuras y corriéntes novelísticas europeas del siglo XVIII, o el valioso teatro neoclásico de Cándido María Trigueros, único que consiguió algún éxito en esta estética durante el siglo XVIII junto con las dos comedias de Iriarte, la Raquel de Huerta y las primeras obras de Moratín. Desde la reivindicación de este autor manchego por parte del sevillano Aguilar Piñal, se están haciendo esperar unas Obras completas que tampoco ninguna institución cultural ha soñado siquiera en recuperar. Y así sigue el panorama.
Así pues, se emprenderá aquí el trabajo de vindicar algunos de estos textos y autores, aunque las limitaciones de espacio exijan suprimir referencias al mérito escaso y a escritores y poetas de ocasión a los que solo el capricho o la minucia habrían acercado a estas páginas.
La crítica en torno a la literatura manchega del XVIII, un tiempo paupérrima y fragmentaria, presenta ahora un panorama mejor pero en demasía general y falto, como indico, de monografías y ediciones de textos, de suerte que todavía permanecen visibles no pocas lagunas. En tiempos ya pasados, mi profesor y maestro Antonio Prieto, sofocado por la falta de precedentes, apenas llegó más allá del poeta Eugenio Gerardo Lobo cuando tuvo que redactar una historia de la literatura manchega dieciochesca y se volvió a Madrid con los Moratines, quienes, a su vez, solían huir de la Corte para refugiarse en Pastrana. En tiempos más recientes Guillermo Carnero devolvió a La Mancha al novelista, dramaturgo y helenista Ignacio García Malo; Francisco Aguilar Piñal consagró gran parte de su tiempo a estudiar y reputar debidamente una obra tan moderna como la de Cándido M.ª Trigueros; mi docta amiga María Elena Arenas investigó y publicó la biografía y la obra crítica del afrancesado daimieleño Pedro Estala; Antonio Astorgano Abajo está todavía empeñado en alumbrar la cuantiosa obra inédita del gran filólogo de Horcajo Lorenzo Hervás y Panduro, fundamental en la constitución de las ideas lingüísticas de Von Humboldt y el comparatismo lingüístico; Manuela Manzanares de Cirre, arabista manchega lastimosamente fallecida, reasentó en primera fila a José Antonio Conde, cuya Historia de la dominación de los árabes en España fue fundamental para pintar el pintoresquismo arábigo entre los románticos europeos del siglo XIX y fue injustamente valorada por el holandés Reinhart Dozy; y Jesús Simancas Cortés y yo mismo hemos vuelto a la vida el mundo poético tardobarroco de Carlos de Praves y el ilustrado del Viaje a La Mancha en 1774 de José De Viera y Clavijo, a la sombra del gran mecenato que desde el siglo XVII mantuvieron los marqueses de Santa Cruz de Mudela, entre otros trabajos, algunos de los cuales expondré sumariamente aquí.
Y, sin embargo, aún queda mucho por hacer, incluso en aspectos lingüísticos. Los trabajos lexicográficos y dialectales se han extendido hasta ahora más en búsquedas sincrónicas que diacrónicas y, por ejemplo, cualquiera que examine el Semanario de Agricultura y Artes Dirigido a los Párrocos (1797-1808), creado por Godoy “para alentar la decadente agricultura”, apercibirá que esta revista presenta gran interés en aspectos filológicos: publicó 252 cartas y aun muchas más resumidas con informaciones lingüísticas, económicas y antropológicas transcritas con riguroso respeto a las variedades dialectales en los numerosos informes de párrocos (solamente el 29 % de los colaboradores) y, sobre todo, hacendados y labradores. Aunque 21 de estos corresponsales eran manchegos, no he visto aprovechados por lexicógrafos y dialectólogos este tipo de materiales periodísticos; todavía podría extenderse este tipo de fuentes a los protocolos notariales, aunque tengamos hoy ya obra tan ambiciosa y espléndida como el Diccionario etnolingüístico y dialectal de la provincia de Cuenca de José Luis Calero López de Ayala, que hay que situar en la cumbre de la lexicografía manchega. Trataba materias ganaderas, botánicas, económicas, veterinarias, administrativas y gastronómicas y su lectura fue fundamental para, por ejemplo, extender rápidamente el cultivo de la patata en La Mancha, mejorar el regadío y la arboricultura, extraer beneficio de tierras improductivas dedicándolas al cultivo del chamorro blanco o depreciar por su rendimiento económico, como ya observó Feijoo, el uso de mulas en vez de bueyes para trabajar la tierra, además de refinar azúcar, combatir plagas, producir con más eficacia trigo, cebada, centeno, aceituna, vid, esparto, cáñamo, lino, mijo negro (panizo de Daimiel), miel, cera, licores, aceites y gachas de polenta o almortas, más la preocupación enológica mayor de entonces, o estabilizar el vino para que se conservara sin avinagrarse. Lo dirigió en su época más boyante, la primera, un amigo de Pedro Estala, el abate Juan Antonio Melón, asiduo de su tertulia, antes de que pasara a manos, entre otros, de los hermanos Esteban y Claudio Botelou, botánicos hijos de los reales jardineros de Aranjuez, que publicaron en su Semanario trabajos sobre las variedades de uva de en los viñedos de Ocaña (VIII, 1805), el cultivo del Salicor en La Mancha (XI, 1806) y las especies y variedades de pinos de la Sierra de Cuenca (XX, 1806).
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