Arcadi Espada "¿Por qué lloriquea el periodista Marhuenda?" en El Mundo, 12-I-2016:
Esta mañana, donde Alsina, y de manera repentina, el periodista Paco Marhuenda se echa a llorar. Yo le había interrumpido para discutir algo respecto de la actitud del Rey y del Gobierno ante la sedición catalana. Y entre la cascada argumental que ya es corriente (soberbio, chulo, te crees en posesión de la verdad), el lloriqueo:
-Yo no soy un piernas -iba balbuciendo. ¡Yo soy el director de un periódico!
Me temo que los oyentes no darían crédito. Yo sí. Aunque nunca como hoy se había producido una confesión semejante, no es la primera vez que Marhuenda se ha mostrado desagradablemente sentimental conmigo. El pasado, la ola borgiana, no tiene solución. Y siempre hay que tener en cuenta su resaca.
Hace unos 30 años Paco Marhuenda subía las cocacolas en la redacción de "El Noticiero Universal", diario de la tarde. Y mucho peor: se las subía al director, Jordi Doménech, que lo había colocado en aquel periódico con funciones ambiguas, que nunca supe exactamente cuáles eran. Llevaba entonces Marhuenda un flequillo rubio, unas gafitas de pasta y casi siempre ternos encorbatados. Para los 20 años que tenía eso era un disfraz tan riguroso como el de Pablo Iglesias Alcampo. Él era un tierno muchachito de derechas y nosotros, la sección de política de aquel periódico, una manada de bestias pardas. Cada vez que se acercaba por allí, atraído como un imán, le caían unos bufidos salvajes. A su visión de la vida se añadía la sospecha de que era un confidente del director; pero el escarnecimiento al que se le sometía me pareció muchas veces excesivo. Yo despreciaba sus opiniones e ironizaba frecuentemente sobre su candidez; pero le tenía simpatía. Como saben bien los militantes de los partidos políticos, obligados a soportarse por su afinidad ideológica, la simpatía tiene poco que ver con la coincidencia o no en las ideas. El joven Marhuenda me inspiraba, además, una cierta compasión: quizá fuera fácil ser Marhuenda en la covacha del director; pero no debía de serlo cuando cruzaba la puerta y entraba en aquella redacción donde se respiraba la humareda de tanto fatuo comunistoide, y yo el primero.
No sé qué tiene Marhuenda en contra de aquel grumete, y qué complejos y heridas le aviva su recuerdo. Yo nada, desde luego. Es más, estoy seguro de que mucho de lo que decía e incluso de lo que no se atrevía a decir era bastante más razonable que todo lo que nosotros voceábamos. Pero es evidente que cada vez que Marhuenda se cruza conmigo le vuelve, como una náusea, aquel pasado. Y llora. Y solloza y patalea gritando que ya no es aquel grumete, sino (¡pas mal!) todo un director de periódico. Está bien. Pero querría convencerle de que cuando me cruzo con él no veo nunca aquel grumete. Mis problemas con el periodista Marhuenda, si se me ocurriera tenerlos, estarían centrados en el periodismo que hoy hace y no en las cocacolas que subía. Aunque le admito la continuidad de su indemne carácter servil.
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