En 2006, Edge.org preguntó a cien intelectuales por sus ideas más peligrosas. Harm Harari temía que la democracia pueda desaparecer, Steven Pinker que haya grupos con distintos talentos genéticos y John Horgan que no existan las almas. Pero ninguna de esas ideas peligrosas supera a la que denunció Isaiah Berlin en su célebre «Mensaje al siglo XXI» (Letras Libres).
Para Berlin, los horrores del siglo
pasado no fueron producto de la maldad, el miedo ni el odio tribal.
Fueron el resultado de una idea: creer que existe una sociedad perfecta a
la vuelta de la esquina.
Si
uno está verdaderamente convencido de que existe una solución para
todos los problemas humanos, de que uno es capaz de concebir una
sociedad ideal a la cual el hombre puede acceder si tan solo hace lo
necesario para alcanzarla, entonces mis seguidores y yo debemos creer
que ningún precio es demasiado alto para abrir las puertas de semejante
paraíso.
Esta lógica permite que se cometan crímenes terribles en nombre del orden, el paraíso, la igualdad o la justicia.
Una
vez que se expongan las verdades esenciales, solo los estúpidos y los
malevolentes ofrecerán resistencia. Quienes se oponen deben ser
persuadidos; si no es posible, es necesario aprobar leyes para
contenerlos. Si eso tampoco funciona, se ejerce la coacción, tendrá que
emplearse la violencia de forma inevitable. De ser necesario, el terror,
la carnicería.
Es una idea peligrosa porque es falsa (ya dijo Mark Twain que no es lo que no sabes lo que te causa problemas, sino lo que sabes seguro pero resulta que es mentira).
Lo cierto es que no existe una sociedad
ideal única y al alcance de la mano. No existe una utopía de esa clase,
aunque pensarlo sea sorprendente e inquietante. No existe, primero,
porque no todos queremos lo mismo. Las personas tenemos intereses y
temperamentos diferentes. Hay quien necesita la seguridad para sentirse
feliz, y quien necesita emociones para sentirse vivo.
Esa sociedad ideal no existiría ni
aunque fuésemos todos clones. No puede existir por una razón más
profunda: resulta que es imposible tener todo lo que se desea plenamente
y al mismo tiempo. Hay valores universales —como la libertad, la
igualdad o la justicia— que chocan los unos con los otros. La libertad
absoluta no es compatible con la seguridad absoluta. La justicia choca
con la piedad, y la autonomía individual con la cohesión del grupo. No
podemos ser espontáneos y organizados al mismo tiempo, aunque las dos
cosas nos parezcan una virtud.
Berlin resumió esta maldición con una
frase: «No se puede tener todo lo que se desea, no solo en la práctica,
sino también en teoría». Esa idea es muy importante.
* * *
Pero si no existen utopías únicas y
evidentes, ¿cuál es la alternativa? La respuesta de Berlin no es
dramática. Propone ser tolerantes, buscar compromisos y acuerdos. Te doy
tanto orden a cambio de tanta libertad, tanta seguridad a cambio de
tanta emoción. La democracia es un malabarismo, parece decirnos, una
forma de vivir que no deja a nadie del todo satisfecho. Por eso es que
funciona.
Decía Berlin que los fines que
perseguimos las personas emanan de nuestra naturaleza común, pero que
para alcanzarlos hay que atemperar, controlar, templar esa naturaleza.
Por eso Berlin suena flojo, aburrido, burgués y blando. Lo explicó bien Pablo Suanzes hace apenas unos días, conectando a Berlin con una idea del último libro de Victor Lapuente. Si queremos construir una sociedad más igualitaria, justa y sostenible necesitamos una actitud hoy rara: la templanza.
Yo no sabría definir qué es la
templanza, pero me hace pensar en un buen amigo. Una tarde de 1996, este
amigo me vino a buscar para pasarnos la tarde haciendo lo de siempre:
comer pipas en una parada de autobús. Hablamos media hora y agotamos los
temas habituales. Estuvimos callados un rato, mascando pipas en
silencio, aburridos como solo pueden aburrirse los chavales de quince
años. Entonces él se giró y me dijo tranquilo: «Oye, qué fuerte lo de
los marcianos, ¿no?». Tardé un rato en entenderle. Mi amigo había visto
el tráiler de Independence Day, un falso noticiero que mostraba
naves espaciales sobre París, Londres y Madrid. Y se lo había creído.
Mi amigo creía que nos habían invadido alienígenas, pero no por eso dejó
de hacer su vida y echar la tarde comiendo pipas.
Sé que Lapuente no piensa exactamente en
esa forma de templanza, sino en otra cosa —en «abrazar el lenguaje
humilde del consenso y el pacto»—. Pero me parece que hay algo de lo uno
en lo otro. Creo que mi amigo es una de esas personas que están
salvando el mundo, aunque ignoro por completo cuáles son sus grandes
ideas.
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