"El abaratamiento del trabajo, la ruina de un país", Pedro Luis Angosto, en Nueva Tribuna, 2 de Noviembre de 2016 (15:52 h.)
España ha sido devaluada, lo sigue siendo, de dos maneras absolutamente crueles, una castigando a quienes trabajan en el sector primario; la otra, amenazando a los trabajadores constantemente con el despido si no aceptan una nueva rebaja de su sueldo por el bien de la empresa y del empresario
Hace unos meses tuve una gratísima conversación con un amigo de la infancia que hoy es un buen empresario del sector de los alimentos congelados. Hablábamos de la crisis y de lo mal que lo estaba pasando por lo que él consideraba devaluación general de las condiciones de vida de los españoles. Yo soy un empresario –me decía- y para que mi empresa sea rentable y crezca en calidad, necesito un mercado interno que cada vez es más exiguo y con menos poder adquisitivo, en esas circunstancias me veo obligado a fabricar más barato disminuyendo los costes de producción. Ya –le contesté-, pero entonces tu también estás colaborando en el empobrecimiento de ese mercado interior que dices necesitar. Entonces, después de contarme los esfuerzos que había hecho para llegar a un acuerdo con los trabajadores y no despedir a nadie, me dijo que hacía dos años que una gran superficie le había propuesto quedarse con casi toda su producción, prometiéndole un mundo de felicidad creciente que sólo podría ser superado por la vida eterna a la diestra de Dios Todopoderoso. Aceptó y al cabo de un año, con muy buenas maneras, decidió dejar de suministrar al gran supermercado, teniendo cuidado de no causar demasiado enfado en sus ejecutivos ya que dominan una parte muy grande del mercado de la distribución y la venta de alimentos de todo tipo. Si sigo con ellos –me explicó- ni mis suministradores de productos agrícolas, ni mis trabajadores, ni yo mismo habíamos podido seguir en la brecha. Cada vez nos pedían más, y cada vez nos imponían precios más bajos. Hablaba con ellos, argumentando que a esos precios tendría que bajar los sueldos de los trabajadores más de un tercio y pagar a los agricultores menos de los que a ellos les costaba producir. A nosotros –le respondieron los “sales managers” de la empresa, insoportable patanismo del inglés, o sea los jefes de compras- no nos importa como lo haga, sólo que lo haga, los daños colaterales son inevitables en los tiempos que corren.
Los daños colaterales a los que se referían los ejecutivos de la gran superficie consistían en mandar al paro a decenas de personas, disminuir el sueldo de los que quedasen aumentándoles la jornada laboral y pagar precios de miseria a los suministradores de materias primas, porque por el lado de los abonos, insecticidas y fungicidas que se emplean en los cultivos no hay nada que rascar porque los imponen multinacionales que operan en todo el orbe globalizado. Los daños colaterales de que hablaban esos paletos formados en altas escuelas de márquetin y economía eran, simplemente, cambiar una empresa que daba trabajo a mucha gente con sueldos dignos, por otra que se dedicase a amenazar a sus trabajadores con despedirles si no aceptaban las nuevas condiciones laborales decimonónicas y, en definitiva, esparcir la miseria a grupos cada vez mayores de personas que ven inútil trabajar la tierra porque no cubre gastos o que comprueban día como el trabajo diario no les da para vivir. Por fortuna, mi amigo, pudo salir de las garras de la multinacional y subsiste pagando sueldos dignos e intentando fabricar productos con cotas de calidad cada vez más altas. Pongo como ejemplo este que conozco muy bien porque apenas hay casos similares entre los empresarios españoles, muy dados al pan para hoy y hambre para mañana, es decir, forrémonos hoy, apalanquemos las ganancias y cuando no se pueda más se cierra el chiringuito y otra cosa, hecho este que nos aporta las razones suficientes para saber por qué en España hay tan pocas empresas que tengan más edad de la que aparenta un servidor de las monjas.
España ha sido devaluada, lo sigue siendo, de dos maneras absolutamente crueles, una castigando a quienes trabajan en el sector primario, a quienes se dedican a cultivar la tierra, sacar peces de los mares o criar ganado, llegando a un extremo tal que cada vez hay más tierras incultas y granjas abandonadas, debiendo recurrir quienes subsisten a procedimientos de cultivo y cría que desconozco pero que barrunto no pueden ser nada buenos; la otra, amenazando a los trabajadores constantemente con el despido si no aceptan una nueva rebaja de su sueldo por el bien de la empresa y del empresario. Tan endiablada dinámica, que continúa sin que nadie intervenga para frenarla aunque amenace con convertirnos en uno de los países más pobres de Europa, es promovida, auspiciada y dirigida por el Gobierno de la Nación y algunos de los gobiernos autónomos, convencidos de que la pobreza es el estado natural del hombre y el que de verdad lleva a la santidad al impedir caer en los vicios de la carne, el marisco, el cine, el teatro o la música disoluta. Empero, aunque su cristianismo confeso, se sienta reconfortado por la austeridad impuesta a la inmensa mayoría de la población, aunque Dios seguro que se lo agradece dándoles una barrera con mantilla en el Reino de los Cielos, la realidad es que ninguna economía del mundo terrenal ha podido crecer y prosperar adecuadamente sin una demanda interna poderosa que la sustente.
Estados Unidos de América del Norte es, después de China, el principal exportador del mundo, y aunque mantiene bolsas de pobreza crecientes debido a las políticas de los ultras republicanos, desde un principio organizó su economía en torno a una demanda interna potente que los sucesivos gobiernos, hasta hace bien poco, se han dedicado a cuidar. La estrategia pergeñada por el gobierno español con la impagable colaboración de la nomenclatura de la Comisión europea, nos lleva inexorablemente a sueldos medios inferiores al menguadísimo salario base, a jornadas laborales muy por encima de la de cuarenta horas semanales que en España se aprobó en 1919, tras la huelga de La Canadiense, y a la irremediable quiebra de todos los servicios públicos esenciales, Sanidad, Educación, Pensiones y Dependencias, que pasarían a ser prestados por empresas privadas para aquellas personas que puedan pagárselo. En una democracia, en una economía social de mercado –como se decía antes-, el salario es la pieza angular sobre la que gravitan todos los beneficios sociales. Si los salarios se hunden deliberadamente, es que quieren hundir todo lo que de ellos sale. Estamos, pues, ante un catástrofe social desconocida para la mayoría, ante un crimen –porque es un crimen impedir que la gente pueda vivir y desarrollarse con un mínimo de dignidad en un país en el que el número de ricos y sus riquezas no han dejado de crecer- perfectamente urdido desde las más altas esferas del poder. Los afectados sólo tenemos una opción, identificar al enemigo, olvidar las diferencia y unirnos para derrotarlo rotundamente.
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