martes, 1 de marzo de 2022

Esa cosa tan poca

Las personas que generalizan se equivocan siempre, y esto lo digo con pesar, porque estoy usando una generalización. Levantan enormes certidumbres con tanta paja de falacias de confirmación (sesgo cognitivo inductivo, la vulgar memoria selectiva) que no llegan a soportar siquiera el soplo destructor de un lobito bueno. La navaja de Occam se mella también a menudo, porque subestima la ignorancia y la torpeza de los hombres. Estos prefieren siempre las verdades más claras y generales, y dejan que se les vuelen los cisnes negros (2008, pandemia, Putin...). 

No estoy hablando de cebras en vez de caballos, sino de trípedos, cuadrúpedos y quintúpedos de mil especies diferentes. Si, como dijo Borges, el más notorio atributo de lo real es la complejidad, nunca se acierta lo suficiente a causa de minucias particulares, sorpresas, enredos de Ariadna, detalles tortuosos, apéndices y frondosas notas a pie de página. Y así un Nadal siempre peligroso puede derrotar a un algoritmo calculado para ganar siempre.

Es cierto que algunas partes de lo general parecen homólogas y fractales, en todo semejantes a sí mismas; que, incluso si se pega un salto de un kilómetro para arriba, se distingue un orden o urbanismo regulador, una red de ríos y caminos que ata la tierra. Pero eso es también una generalización. En política es lo mismo. Maquiavelo, Hobbes y Kissinger generalizan un mal menor para que no sobrevenga un mal mayúsculo e incontrolable, por ejemplo una guerra nuclear en Ucrania, pero lo único que con eso consiguen es hacer triunfar al monstruoso demonio Leviatán en el patio trasero de casa, donde se entretiene jugando al genocidio. Para el poder, según el florentino, "es más seguro ser temido que ser amado", matar a cien para no tener que matar a diez mil, pero en realidad lo que quieren es no terminar con un asta de bandera en el culo, cual Gadafi. Las cuentas nunca les llegan a salir a los autócratas, como a Stalin los planes quinquenales o las estadísticas, o son tan creíbles como las mentiras de Putin. El futuro imprevisible siempre los desborda, porque nadie puede controlar las consecuencias de las causas incontrolables.

Esas enormes certidumbres engañosas siempre están construidas de la misma manera bipolar: un eje claro discierne binariamente entre el chocolate blanco y las cosas espesas. O esto o lo otro. Y no le dan más vueltas, porque en ese caso tendrían que gobernar y no limitarse a mandar; pero las aguas revueltas y turbias siempre terminan por dejarlos en evidencia. Por eso siempre son mejores los gobiernos difíciles, de coalición, donde todos se vigilan entre sí, como afirmaba nuestro periodista del XIX, Félix Mejía.

Todo esto tiene que ver con la manipulación comunicativa tan descomunal que se ha ejercido y ejerce desde que se constituyó la sociología como ciencia aplicada, esto es, propaganda, a principios del XX. No en vano uno de los temas más socorridos de la literatura moderna es la desaparición de la realidad, algo que ya padeció nuestro pobre Alonso Quijano. Solo hay que recordar las claras tinieblas de época nazi, de franquista, de comunista y de consumista (con las mismas letras estas ambas y casi igual maldad). 

Unos pocos que han conservado algo en su pelada cabeza lo cuentan muy bien, como David Saavedra en sus Memorias de un ex nazi. Veinte años en la extrema derecha española (2021), escritas por un hombre que, entre sus extraños pasatiempos, hacía una lista de los judíos de Pontevedra, algo que incluso me alarma a mí, que tengo algo de sangre judaica, no precisamente sefardí, sino askenazí, como me ha referido un análisis genético. Para los fanáticos solo hay un adentro y un afuera, y desde luego ningún "contorno" como los que dibujamos aquí. Para darse cuenta de las dimensiones olímpicas del engaño que nos es inferido o infuso con la espuma de estas burbujas que parecen algo y no son nada y pensar con un mínimo de limpieza hace falta todo un examen de conciencia (me refiero de la propia, no la que tomamos de afuera) y un auténtico striptease de trapos, sesgos y harapos ideológicos mamados desde la infancia por televisión, radio, enseñanza, socialización, publicidad, roles, convivencia y lectura. ¿Por qué tienen que ser catalanes los catalanes? ¿Por qué son paletos y vulgares todos los americanos? ¿Por qué siempre hay que escoger una mentira? 

Y vamos redescubriendo las miserias de nuestros antepasados: somos nosotros los que somos paletos y vulgares, somos lo que queda de la emigración forzosa de nuestros padres, del trasiego del campo tradicional sanchesco a la delirante ciudad que vacía las aldeas; somos el rencor de lo que se perdió en la guerra de Cuba, en la Guerra civil y en tantas otras, siempre perdidas, y se ganó con los humillantes acuerdos de las bases americanas, etcétera. Y todas esas cosas que no se hablan porque serían redundantes, grabadas a fuego en nuestros prejuicios. De manera que, como quería Edgar Allan Poe, para ir a donde nunca se ha estado hay que negarlo todo sin ser negacionista, renunciar a la seguridad de las mentiras, y quedarse a solas con esa cosa tan poca que es el yo.

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