martes, 21 de febrero de 2023

Ideas de Pedro Insúa sobre los negrolegendarios

Gonzalo Altozano entrevista a Pedro Insía: "El mito de Al Ándalus es una de las puntas de lanza contra la idea de España", en La Ilustración Liberal,  núm. 75

Fue Calístenes, además de sobrino de Aristóteles, cronista oficial de Alejandro Magno, a quien acompañó en varias campañas, entre ellas la que llevó a cabo contra el Imperio persa. Motivos que ahora no vienen al caso provocaron que el griego perdiera el favor del macedonio, a quien se atribuye su muerte. No sospechaba Alejandro que esto mancillaría para siempre su paso a la posteridad, donde sería reconocido como un gran conquistador, un gran emperador… y como el asesino del historiador también, en inmortal acusación formulada por Séneca: “… pero mató a Calístenes”. Sirva lo anterior para dotar de contexto la primera pregunta y, ya puestos, el resto de preguntas a Pedro Insua, profesor, polemista, desfacedor de leyendas negras, filósofo, discípulo y amigo de Bueno, Gustavo Bueno, pero más amigo aún de la verdad.

¿España mató a Calístenes?

España mató a Calístenes, sí, y no tiene perdón por ello, o eso parece. Fue en 1492.

Pasaron muchas cosas ese año.

Para empezar, aquel 2 de enero, los Reyes Católicos tomaron Granada. ¿La primera muerte de Calístenes?

Para algunos sí, porque en tal fecha la España frailuna, oscurantista y atosigante pone fin –al parecer– a la eclosión luminosa de Al Ándalus y su prolongación nazarí de Granada.

¿Eso fue así?

Ésa es la versión negrolegendaria, o sea, la versión de la Leyenda Negra, que opera, según Julián Juderías, exagerando lo que pueda perjudicarnos a nosotros, los españoles, y omitiendo lo que pueda perjudicar a los demás.

En el caso que nos ocupa, Al Ándalus, ¿de dónde trae su origen la leyenda?

De la imagen de una España semibárbara, toda sangre y arena, con unas españolas como la del mito de Carmen, incapaces de sujetar su sentimiento a la razón, y unos españoles que cualquier cuita enseguida la llevaban al terreno personal.

Una España, en fin, según esa imagen deformada…

… en la que anidaba una pasión mora, a duras penas reprimida por la Iglesia, pues siempre terminaba estallando por algún lado. Esta imagen es la que proyectaron en sus crónicas los viajeros europeos del XIX.

Nombres, nombres...

Théophile Gautier, Richard Ford, George Borrow… Este último llega a recriminar a un musulmán en la Alhambra que no la reivindique como suya, que no la patrimonialice.

Pero los responsables no solo fueron viajeros.

¿Quiénes más?

También novelistas, como Mérimée. O filósofos como Nietzsche, que en El Anticristo acusa a España del pecado de liquidar al superhombre árabe que habitó en Al Ándalus. O poetas como Rilke, que en sus cartas a la princesa Marie von Thurn und Taxis lamenta que el resplandor de la vieja mezquita de Córdoba se vea oscurecido por las capillas católicas; dan ganas, viene a decir Rilke a la Von Thurn und Taxis, de pasar un peine y arrasar con todo lo cristiano.

Bueno, mientras el deseo quedara en las cartas a una princesa centroeuropea…

Pero es que esa versión amable de la España mora –maurófila, diríamos– pasa también a los libros de Historia. Así, el historiador Henri Pirenne (tan admirable, por cierto, en tantas otras cosas) llega a comparar a España con Turquía: dos penínsulas fuera de Europa, siempre a punto de ser arrastradas por la corriente musulmana o por un despotismo de tipo oriental.

Al final va a tener razón María Elvira Roca Barea, quien en su Imperiofobia y Leyenda Negra pone en solfa la figura del testigo presencial.

Porque la del testigo presencial es la autoridad de la autopsia, que decían los griegos, la de ver las cosas con tus propios ojos, que no es ninguna autoridad, pues está muy deformada.

Sin embargo, es la que parece configurar el tópico de Al Ándalus como paraíso perdido.

Lo andalusí hoy en Andalucía quiere verse como algo idiosincrático y diferencial, lo cual es peligroso.

¿Por qué?

Por el famoso mensaje de Osama ben Laden del 7 de octubre de 2001, cuando dice que la tragedia de Al Ándalus no habría de repetirse en Palestina. Ya ve, Al Ándalus como tragedia.

¿Acaso la reivindicación de Al Ándalus no estuvo siempre en la agenda islámica?

No desde luego en la de los musulmanes del XIX, cuyas sociedades vivían en una especie de calma chicha (salvo una minoría) y no en el fuego yihadista este en el que ahora están.

¿Qué aviva esa hoguera?

Que a nivel turístico, por ejemplo, se sublime todo lo andalusí de origen musulmán frente a lo bético de origen romano.

Porque hay un origen romano.

Andalucía no es solo Al Ándalus. Andalucía es, sobre todo, la Bética, provincia romana, más el reino nazarí de Granada.

Pues leyendo los folletos de la Junta, efectivamente, cualquiera lo diría.

Córdoba, cabe recordar, llegó a ser una ciudad muy importante, una metrópoli, capital nada menos de la Bética, provincia senatorial. Pues bien, siempre que se hallan unas ruinas romanas, lo normal es que se vuelven a enterrar, salvo si son de origen andalusí.

¿La razón?

En primer lugar, porque lo arqueológico no siempre es compatible con lo urbanístico. Y, en segundo lugar, porque, como digo, el hecho diferencial andaluz se quiere buscar en lo andalusí, no en lo romano, común a toda España.

Así se entiende mejor que el estatuto de autonomía de Andalucía reconozca en su preámbulo como padre de la patria andaluza a Blas Infante y no, qué sé yo, a Osio de Córdoba o a Fernando el Santo.

Preámbulo, no lo olvidemos, que se comió el PP con sus propios votos. En cuanto a Blas Infante, hablamos de un converso al islam. ¿Un musulmán padre de la patria andaluza?

¿Por qué no?

Porque en Andalucía, más que en cualquier otra parte de España, el ciclo anual viene determinado por el ceremonial católico: que si la Semana Santa, representación de la Pasión; que si las distintas ferias, casi todas dedicadas a la Virgen… Pero si hay ciudades –Córdoba, sin ir más lejos– en las que si no perteneces a una cofradía o a una hermandad eres un apestado social o casi...

Conclusión...

El mito de Al Ándalus es, en la actualidad, una de las puntas de lanza contra la idea de España, como ya advirtió el arabista Serafín Fanjul.

¿Lo es también Sefarad, la expulsión de los judíos, marzo de 1492? Y no sé si se trata esta de la segunda muerte de Calístenes.

Aquí también hay que distinguir entre verdad histórica y Leyenda Negra.

Vamos, si le parece, con la segunda.

Según la versión negrolegendaria, en la expulsión de Sefarad estaría el origen de los continuos problemas económicos que arrastraría siempre el Imperio español, pues los judíos, en su papel de técnicos financieros, eran el auténtico tesoro real.

¿Qué oponer a eso?

La pregunta de cómo es posible que un mostrenco económico del tamaño del Imperio español fuera luego capaz de dominar los tres océanos: el Atlántico, el Índico y el Pacífico (también llamado Lago Español). Eso no lo hace un imperio, no ya solo incapaz de poner orden en sus fianzas, sino aquejado de todo tipo de atrasos, como sostienen algunos. Pero ¿saben los que de eso acusan a España de la energía que se precisa para conmensurar el orbe entero?

Respecto a Sefarad, no es, sin embargo, la de la impericia financiera la única acusación en la que se funda la Leyenda Negra.

Está también la acusación de antisemitismo, de judeofobia.

¿Y se sostiene?

Es la proyección hacia el pasado de un planteamiento contemporáneo, o sea, un anacronismo. Porque la consideración de los judíos como raza es el resultado de la pseudociencia frenológica del XIX, en la que se basan el nazismo y sus Leyes de Núremberg. Hasta entonces, el judaísmo se había tenido por una confesión.

¿Qué me dice de la expresión “raza de Satanás”, tan del Medievo?

Que es una expresión que ha de entenderse en su sentido más bíblico, significando pecado, no determinados rasgos fisionómicos o craneales.

Sea lo que sea, ¿les tenían en tal consideración de hijos de Satanás los monarcas de la época?

Suele perderse de vista que los judíos eran servi regis, es decir, que estaban al servicio de los reyes, estatus que suponía un privilegio.

Pero fueron expulsados.

Aunque por una cuestión puramente administrativa. Aquí había un problema: los guetos judíos; guetos que no levantaron los cristianos para segregar a los judíos, sino que levantaron estos mismos buscando su propia exclusión.

¿Eso qué resultados tenía?

Entre otros, lo que el judío Spinoza –cuya familia, por cierto, fue expulsada– llamaba “un imperio dentro del imperio”. Es decir, una ley dentro de la ley, lo que políticamente no se sostenía y, además, provocaba recelos entre el pueblo.

¿Lo mismo que las conversiones?

Igual. Cuando se sospechaba de la sinceridad de una conversión, entonces eran las acusaciones de judaizar, y las persecuciones, y las matanzas populares.

¿Con el visto bueno del poder?

Todo lo contrario. De hecho, una de las primeras misiones que tuvo el joven Gonzalo Fernández de Córdoba antes de ser el Gran Capitán fue, precisamente, la de proteger a los conversos de las justicias populares o pogromos. Por su parte, los Reyes Católicos, con la creación de la Inquisición, en funcionamiento a partir de 1480, institucionalizaron el problema.

¿La Inquisición como solución?

Por volver a Spinoza, dice este en su Tratado teológico-político que, primero con la Inquisición y luego con la expulsión, los Reyes Católicos resolvieron la cuestión judía en solo dos generaciones; una cuestión, ya digo, de tipo administrativo.

Pero cuyo desenlace supuso un enorme coste para muchos: de 200.000 judíos fueron expulsados 100.000, la mitad.

Y de esos 100.000 regresaron 50.000, la mitad también, algunos por razones como echar de menos las albondiguillas que se hacían en España, y esto último está documentado.

Cincuenta mil es una cifra considerable.

Hugh Thomas, en su libro El imperio español, sostiene que muy fanático judío había que ser para no regresar a España aceptando la oferta de conversión de los Reyes Católicos, lo que hubiera permitido a cualquiera una cómoda vida aquí. Pero en la acusación a España de haber matado a Calístenes esto suele omitirse, como tantas otras cosas.

¿Por ejemplo?

Que España no fue el único país que expulsó a los judíos. Inglaterra lo hizo dos siglos antes; Francia, uno; Bohemia y algunas ciudades italianas, de manera coetánea a nosotros; y Rusia y Portugal, un siglo después.

¿Otra omisión interesada sería la de la añoranza de España a través de los siglos de los judíos expulsados?

Eso es así; tanto que, cuando la Constitución de 1869 da por derogado el edicto de expulsión de 1492, fueron muchos los sefardíes que solicitaron la nacionalidad, la cual les sería concedida en tiempos de Primo de Rivera. Legislación, por cierto, gracias a la cual bastantes salvarían la vida cuando la Solución Final nazi.

¿Lo dice por Sanz Briz, el Schindler español?

Por Sanz Briz y por todos esos diplomáticos que, acogiéndose a dicha legislación, otorgaron la ciudadanía española a los sefardíes, extendiéndola luego a otros judíos también, como los askenazis. A propósito: mientras Schindler salvó a 1.000 judíos, Sanz Briz salvó a 5.000.

O sea, que Schindler debería ser conocido como el Sanz Briz alemán.

Algo así.

¿Y Franco? ¿Qué opinaba Franco de todo esto? Hay quien dice que todos esos diplomáticos actuaron a sus espaldas.

Arcadi Espada, poco o nada sospechoso de franquista, tiene un libro sobre el asunto titulado En nombre de Franco. Un título revelador, qué duda cabe. Probablemente sí lo supiera. Franco, digo. Desde luego, a los que no les cupo duda alguna fue a los judíos de Brooklyn que, en 1978, tres años después de su muerte, le rindieron homenaje por su papel en todo aquello.

Vamos, si le parece, con la tercera muerte de Calístenes.

12 de octubre de 1492: España descubre América. El acontecimiento histórico más relevante de la historia universal. En cualquier caso, un clásico, uno de esos hechos que, siglos después, siguen influyendo. Porque ese día España incorporó al orbe conocido a la parte que quedaba por incorporar. Ese día, España fue más allá –plus ultra–, no solo de las columnas de Hércules, sino de lo que alguna vez soñaron Alejandro Magno y Julio César.

No es la primera vez que compara a los conquistadores con Alejandro y con César; sobre todo, con Alejandro.

Porque Alejandro incorporó a Persia mediante el doble mecanismo de la connubio –acostarse con los indígenas– y la convivio –sentarse con ellos a la mesa–. Y eso mismo hicieron los conquistadores españoles en América. En ese sentido de mezcla, de hibridación, de mestizaje, puede decirse que el Imperio español fue alejandrino.

La prueba sigue estando hoy en la población hispanoamericana, mayoritariamente mestiza.

Porque poblar fue fundamental en la acción española. Poblar y fundar. Se fundaban constantemente ciudades, a las cuales se incorporaba a los indígenas, civilizándolos. Es más, en las ciudades españoles en América no había muralla porque no había enemigos. Otra cosa era el norte, donde el indígena quedaba fuera. Ahí tenemos Wall Street, la calle del muro, en Nueva York.

No habría murallas en la América española, pero sí, en cambio, universidades.

Las dos primeras, la de la Lima y la de México, son de 1559, solo unas décadas después del descubrimiento. Pero es que en fecha tan temprana como 1506 Nicolás de Ovando funda en Santo Domingo unos Estudios Generales.

Todo esto casa mal con la idea de la España cruel y codiciosa que cruza el Atlántico sedienta de sangre y botín.

El salto predatorio, que decía Ortega, patinando, por cierto.

¿Patinando?

Patinando, sí; porque no se puede comparar un imperio con uno de esos monstruos de fantasía de los libros medievales.

Y, sin embargo, la imagen ha calado.

Hoy muchos dan por buena la versión negrolegendaria de España en América, según la cual las precolombinas eran unas culturas prósperas, luminosas, y los españoles no hicieron sino arruinarlas, destruirlas. Ahí estaba Hugo Chávez, que de sí mismo decía que era un indio alzado.

Sin embargo, en el origen de la cuestión no está Hugo Chávez, sino un testigo presencial (otro): Bartolomé de las Casas.

Dominico español del siglo XVI, con una consideración tal de los indios que llegó a justificar los sacrificios humanos que estos cometían como un ejemplo de la idea elevada que tenían de Dios.

Una visión un tanto heterodoxa, por llamarla de alguna manera...

... que Las Casas no dudó en defender en Valladolid, en la Junta Extraordinaria de 1550, a la que fue convocado por Carlos I, con Soto –dominico, por cierto, también– y otros teólogos importantes.

¿Qué impresión causó Las Casas?

Todos iban con los oídos puestos a su favor, pero cuando empezó con que los indios eran también hijos de Adán y con una idea de la divinidad más elevada que la de los encomenderos, sin que, por tanto, tuviéramos derecho a civilizarlos, pues, claro, los allí presentes recularon. Digamos que a Las Casas la perspectiva teológica le cegó la antropológica, hasta el punto de no ser capaz de reconocer la barbarie y el salvajismo de aquellas sociedades.

Sepúlveda, su gran contradictor, en cambio…

… terminó imponiéndose. Y eso que al principio lo miraban con más recelo, por ser su versión, si se quiere, más cercana al poder temporal que al espiritual.

¿La eterna disputa entre el trono y el altar?

Una disputa de gran trascendencia, y que ha traído enormes ventajas.

Diga alguna.

A nivel político, la disociación entre poder civil y eclesiástico ha impedido, por ejemplo, fanatismos como el musulmán.

¿Mérito ese del poder civil?

Y de la Iglesia, que, al conservar toda la filosofía antigua, conservó también la racionalidad. Ahí tenemos a Santo Tomás, admirable en su defensa de la fe, pero de la razón también.

Todo esto lo dice un ateo: usted.

Pero es que el ateísmo tiene sus propias fuentes, algunas de ellas, lo que son las cosas, eclesiásticas. Otras no, claro. Por ejemplo, el jacobinismo. Aunque el jacobinismo, al entroncar con una idea isonómica de la nación, es decir, con una idea de igualdad para todos, entronca también con el cristianismo. Decía San Pablo: “Ya no hay judío ni griego, ni amo ni esclavo, todos vosotros sois uno en Cristo”. Para que vea usted que todo está abigarradamente mezclado.

Luego le pregunto por la cuestión izquierda-derecha. Pero ¿volvemos a aquella Junta Extraordinaria de 1550 en Valladolid? ¿Qué sostenía exactamente Sepúlveda?

Que si no se permitía el Derecho de Gentes en América, es decir, una articulación política, aquello seguiría siendo un continuo vertido de sangre entre pueblos indígenas, como constató alguien tan favorable a los indios como el jesuita José de Acosta, y como también –y tan bien– reflejó Mel Gibson en la película Apocalypto.

Hasta aquí la respuesta al supuesto genocidio. Pero ¿qué hay del otro punto de la Leyenda Negra en América, el que niega que lo de los españoles fuera un descubrimiento?

Y lo niega simplemente porque el continente ya estaba habitado. ¡Pues claro que estaba habitado! Pero lo que no sabían sus habitantes era que su tierra estuviera en relación con otras, y todas en una misma esfera. España, en el momento en que lo fija en el mapa, incorpora a un nuevo continente. Porque los mapas son instituciones fundamentales para hablar de descubrimiento.

Imagine que alguien, en principio partidario de la Leyenda Negra, le oye hablar y termina diciéndole: “De acuerdo, me ha convencido: Al Ándalus no era ningún destino vacacional, la expulsión de los judíos fue una cuestión administrativa y en América hubo descubrimiento pero no genocidio. Lo que usted quiera. Pero el imperio fue un fracaso”.

El imperio fracasó, sí, como todos los imperios, pero su fracaso se alza por encima del éxito del resto, y en el caso español más todavía. Porque el imperio, insisto, implica la conmensuración total del orbe. Y eso que solo alcanzó a soñar Alejandro lo terminó llevando a cabo –por carambolas de la Historia, si se quiere, y por cuestiones sucesorias– Felipe II.

¿Por eso su emblema era un caballo galopando el mundo y la leyenda orbis non sufficit?

Por eso, sí. Una leyenda, a propósito, la de orbis non sufficit, muy 007.

¿007?

Sí, 007. De hecho, El mundo no es suficiente es el título una de sus películas. Eso es así porque Ian Fleming, el creador de Bond, James Bond, se inspiró para su personaje en un pirata y espía que combatió a Felipe II, tomándole prestado el nombre. Y si aquel James Bond combatía al Imperio español, este combate a la Unión Soviética. Estudiando es cuando descubres curiosidades como esta, o que las dos barras del dólar son una estilización de las columnas de Hércules.

¿Qué otras cosas, aparte de curiosidades, ha descubierto estudiando?

Que la Leyenda Negra pinta a España como una criatura grotesca, un monstruo deforme. Sin embargo, España es como el retrato de Dorian Gray, pero al revés.

¿Qué quiere decir?

Que cuando subes al desván, donde están los cuadros, o bajas a los archivos, donde están los documentos, la España que te encuentras es otra, completamente distinta, más parecida a un apuesto y gentil caballero. Y digo "gentil" por utilizar el mismo adjetivo que el gran historiador Thomas Dandelet para referirse a la acción del Imperio español en Italia.

Sin embargo, la imagen que llega es otra, la de la criatura, la del monstruo.

Porque hoy opera la hermenéutica o la Historia entendida como relato; relato que se impondrá solo si convence, sin importar que sea verdadero. Pero no solo esto, sino que, al literaturizarse, la Historia queda reducida a un texto.

Y no lo es.

Que se vierta de forma textual no significa que sea un texto. Es decir, Aníbal conduciendo sus tropas en la batalla de Cannas no es un texto, sino que sucedió en verdad, es Historia. En cambio, Breogán divisando Irlanda desde el faro de Hércules, en La Coruña, pues eso es ficción, leyenda, pero no Historia, por muchos textos que lo cuenten. La Historia implica verdad, de tal manera que si el relato no es verdadero, no es Historia.

Cuéntele esto último (y, de paso, también lo de Breogán) a su paisano Castelao, supuesto padre de la patria gallega.

Castelao decía que el Macizo Galaico resistía a la Meseta castellana. Pero lo grave es que lo decía en sentido político, no geológico. O sea, las placas tectónicas, la deriva continental, el desplazamiento de tierras, la propia disposición geográfica, todo esto, en fin, envuelto por un volkgeist, una suerte de espíritu animado. Es un absurdo; un absurdo metafísico.

Metafísico… ¿e insuperable?

No sé qué decirle, porque ahí está la CUP, presuntamente anarquista, hablando de los Países Catalanes, una institución que, de asimilarse con algo, se asimilaría a la Corona de Aragón. ¡La Corona de Aragón! ¿Qué van a hacer los de la CUP, reivindicar el Ducado de Atenas y Neopatria, disfrazarse de almogávares…?

Ya que habla de la CUP, podríamos retomar la cuestión derecha-izquierda, enunciada antes.

La derecha, históricamente, ha tendido a asentar los derechos políticos en la condición social. Y digo "históricamente" porque esa derecha ya no se da, salvo en los regionalismos y, por paradójico que suene, en la CUP.

¿De derechas la CUP?

Bueno, está reclamando algo tan de derechas, tan reaccionario, como lo catalán en su sentido telúrico, como sustancia indestructible, eterna, cuando la realidad es que Cataluña, como sociedad política, no existió nunca, salvo como una parte administrativa e histórica de España. Además…

Diga.

Entendería que quisieran arruinar un país, España, para hacer algo más grande, más importante, más potente políticamente. Pero no es así, lo que debería plantearnos una pregunta: ¿en qué consideración de sí mismos se tendrán estos políticos catalanistas, cuya virtud solo sirve para ser aplicada sobre siete millones, y por ser estos de una determinada región, excluyendo, como ingobernables, a los 40 millones restantes?

¿Cuál debería ser aquí el discurso de la izquierda?

El de Robespierre a comienzos de la Revolución, en una de sus primeras intervenciones en la Asamblea Nacional, cuando dice que la condición social no determina los derechos políticos.

¿Eso qué supone?

Que cualquier restricción a esos derechos –esto es, cualquier privilegio– es antiizquierdista.

Lo que son las cosas: hemos empezado hablando de 1492 y hemos terminado con el tema catalán. ¿Significa eso que la bestia negrolegendaria sigue viva y coleando?

Totalmente. De hecho, la Leyenda Negra se utiliza enseguida hoy como instrumento de la pugna política por parte de partidos que buscan la ruina de España (¡y partidos con representación parlamentaria!).

¿De qué manera buscan tal ruina?

Difundiendo la idea de que España siempre llega mal y tarde a todo: al Renacimiento, a la Ilustración, a la Democracia, al progreso, a la ciencia, al pensamiento… Es lo de Masson de Morvilliers: "¿Qué hizo España por la humanidad? Nada". Y, por si fuera poco, al final esa España, para mantener cierto orden, siempre se ve obligada a un gesto despótico: el 155, por ejemplo.

Ahora le pregunto por el 155. Pero respóndame antes a esto: ¿España siempre llega tarde y mal?

Si eso fuera así, no seríamos la decimosegunda potencia del mundo, ni el país más visitado (solo por detrás de Francia y Estados Unidos), ni el segundo en esperanza de vida ni…

Respecto al 155…

Es un precepto de la Constitución, la cual, recordemos, se votó favorablemente en Cataluña y en mayor medida que en el resto de España, 155 incluido.

¿No quedaba sino aplicarlo?

La prudencia del gobernante, su virtud, el criterio político que ha de seguir, es que sus acciones conduzcan todas a la eutaxia, esto es, al mantenimiento del orden, del buen orden.

¿Dicho esto…?

En España lo que hay son partes en convergencia con el Estado y otras en divergencia con él, estando estas últimas institucionalmente fortalecidas y secularmente alimentadas (dura un siglo ya la tabarra esta). Es, por tanto, deber del Estado obligar a las partes, a todas, a la convergencia.

El Estado no sé, pero los que sí han parecido estar a la altura de las circunstancias han sido los españoles.

Porque han entendido el problema catalán como un problema nacional… y como un peligro real también.

¿Un peligro de qué?

De disolución política de España como nación.

¿Y ante eso…?

Ante eso, la conciencia nacional, neutralizada durante años por el marchamo de extrema derecha, sacó finalmente las banderas a las calles y a los balcones, no por motivos folclóricos o deportivos, sino, por primera vez, directa y formalmente por motivos políticos, buscando la restauración de ese orden en peligro. Todo esto, sí, ha supuesto un antes y un después. Vivimos, qué duda cabe, un momento histórico

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