"Habiendo tenido que afrontar solo en su período de eclipse muchos peligros físicos, era muy consciente del elemento más peligroso común a todos ellos: la sensación aplastante y paralizante de la pequeñez humana, que es cuanto derrota realmente a un hombre que lucha solo contra las fuerzas naturales, lejos de las miradas de sus semejantes."
"No hay credulidad tan vehemente y ciega como la credulidad de la codicia, que en su extensión universal mide la miseria moral y la indigencia intelectual de la humanidad."
"Murió de soledad, el enemigo que tan pocos conocen en esta tierra y al que solo los más sencillos estamos capacitados para enfrentar. El brillante Costaguanaro de los bulevares había muerto de soledad y de falta de fe en sí mismo y en los demás."
"No hay paz, ni descanso, en el desarrollo de los intereses materiales. Tienen su ley y su justicia pero se fundan en la conveniencia y son inhumanos; carecen de la rectitud, de la continuidad y de la fuerza que solo se encuentran en un principio moral."
"La fe es un mito y las creencias cambian como las nieblas en la orilla; los pensamientos se desvanecen; las palabras, una vez pronunciadas, mueren, y el recuerdo de ayer es tan sombrío como la esperanza de mañana. En este mundo -como lo he sabido- estamos obligados a sufrir sin la sombra de una razón, de una causa o de una culpa... No hay moral, ni conocimiento, ni esperanza; solo está la conciencia de nosotros mismos, impulsándonos sobre un mundo que... es siempre como una apariencia vana y fugaz... Un momento, el parpadeo de un ojo, y nada permanece, solo una bola de lodo, de barro frío, de fango muerto lanzado al negro espacio rodando alrededor de un sol apagado. Nada. Ni pensamiento, ni sonido, ni alma. Nada."
"Aquellos que me leen" -escribía en el prefacio de Crónica personal- "conocen mi convicción de que el mundo, el mundo temporal, descansa sobre unas ideas muy simples, tan simples que deben ser tan viejas como las colinas. Descansa, entre otros, sobre la idea de fidelidad".
«El egoísmo, que es la fuerza motriz del mundo, y el altruismo, que es su moralidad, estos dos instintos contradictorios de los cuales uno es tan claro y el otro tan misterioso, no pueden servirnos sino en la incomprensible alianza de su irreconciliable antagonismo».
El escritor Juan Benet dice de uno de los libros de recuerdos autobiográficos de Conrad, El espejo del mar: «En The Mirror of the Sea no hay una sola página de estilo menor, no hay un solo personaje o frase de reputación dudosa, nadie viene de fuera con voz propia. Todo el libro es Conrad cien por cien, y, además, el mejor Conrad, el que sabía dibujar un hecho del mar con la más perfecta forma literaria, y el que sabía ilustrar un acontecimiento narrativo con la más acertada imagen marinera. Y al respecto quiero señalar de este libro un capítulo en particular, "Soberanos de este y oeste", donde desde el principio hasta el fin, y bajo el pretexto de una descripción de los vientos, Conrad larga un discurso sobre el poder y la fuerza que bien podría haber salido de un Macbeth calado con la gorra de capitán».
Recuerdo mi juventud y siento que ya no volverá: noto que podría durar eternamente, sobrevivir al mar, a la tierra y a todos los hombres; percibo el sentimiento engañoso que nos atrae hacia las alegrías, hacia los peligros, hacia el amor, hacia el esfuerzo sin fruto, hacia la muerte; la convicción triunfante de la fuerza, el calor de la vida en un puñado de polvo, el brillo en el corazón que se va apagando cada año y se enfría, empequeñece y expira; y expira demasiado pronto, demasiado pronto, antes que la vida misma.
La historia se repite, pero la inspiración especial de un arte desaparecido jamás vuelve. Se desvaneció del mundo tan enteramente como el canto de un ave silvestre aniquilada.
Nadie regresa jamás de un barco desaparecido para contar lo dura que fue su muerte, ni lo repentina y abrumadora que fue la angustia final de sus hombres. Nadie puede referir con qué pensamientos, con qué arrepentimientos, con qué palabras murieron. Pero hay algo hermoso en la repentina muerte de estos corazones entre el extremo de la lucha, la tensión y el estruendo tremendo, desde la vasta e inquieta furia de la superficie, y la honda paz de las profundidades que duermen tranquilas desde el principio de los tiempos.
Pese a todo lo dicho sobre el amor que ciertas naturalezas (en tierra) profesan sentir por el mar, pese a todo lo celebrado por tantos en prosas y canciones, este nunca ha sido amigable con el hombre. Todo lo más ha sido cómplice de la inquietud humana.
El mar —hay que reconocerlo— carece de generosidad. Jamás se ha visto que una ofrenda de cualidades viriles —coraje, osadía, resistencia, fidelidad— haya alcanzado hasta su conciencia irresponsable de poder.
Este tramo del Támesis, desde el Puente de Londres hasta los Albert Docks, es para otras riberas de puertos fluviales lo que un bosque virgen sería para un jardín. Es algo que creció y no se ha hecho. Recuerda a una jungla por el aspecto confuso, variado e impenetrable de los edificios que bordean la orilla, sin propósito planificado, como surgidos por accidente desde semillas dispersas. Parece la enmarañada vegetación de arbustos y enredaderas que custodia las silenciosas profundidades de un desierto inexplorado, ocultando los fondos de la infinitamente variada, vigorosa y efervescente vida de Londres. En otros puertos fluviales no es así: se encuentran abiertos a la corriente, con muelles amplios y claros, con calles como avenidas cortadas entre espesos bosques a conveniencia del comercio... Pero Londres, el más antiguo y grande de los puertos fluviales, no posee ni cien yardas de muelles abiertos en su confín. La ribera londinense es oscura e impenetrable por las noches como la masa de un bosque. Es la orilla de las orillas, donde solo se aprecia un aspecto de la vida del mundo, y solo una clase de hombres se afana en la orilla del río. Paredes sin luz parecen surgir del mismo fango sobre el que yacen barcazas varadas; y las estrechas sendas que descienden a la orilla se asemejan a aquellas trochas de arbustos mondados y tierra desmoronada donde la caza mayor acude a beber a orillas de arroyos tropicales.
Detrás de la crecida orilla londinense, los muelles de Londres se extienden insospechados, lisos y plácidos, perdidos entre edificios, como lagunas negras escondidas en un espeso bosque. Se ocultan en la intrincada vegetación de casas, con algunos topecillos, aquí y allá, que sobrepasan el tejado de algún almacén de cuatro plantas.
Toda idealización empobrece la vida. Embellecerla es quitarle su carácter complejo, es destruirla. Deja eso en manos de los moralistas, hijo mío, porque la historia la hacen los hombres, pero no en sus cabezas. Las ideas que nacen en su conciencia desempeñan un rol mínimo en el curso de los acontecimientos. La historia está dominada y determinada por los medios y el trabajo, por la fuerza de las condiciones económicas. El capitalismo ha creado el socialismo, y las leyes que el capitalista creó para proteger la propiedad son las responsables del anarquismo. Nadie puede predecir qué forma adoptará la organización social en el futuro. Entonces, ¿por qué entregarse a fantasías proféticas? En el mejor de los casos solo pueden interpretar la mente del profeta y no pueden tener valor objetivo alguno. Deja ese pasatiempo en manos de los moralistas, hijo mío.
Las palabras, es bien sabido, son las grandes enemigas de la realidad. He sido profesor de idiomas durante muchos años. Es una profesión que a la larga resulta fatal para la mínima dosis de imaginación, observación y perspicacia que una persona común pueda heredar. Para el profesor de idiomas llega un momento en que el mundo no es más que un lugar con muchas palabras y el hombre parece un simple animal parlante y no mucho más maravilloso que un loro.
Supongo que lo que todos los hombres buscan, en realidad, es alguna forma o quizá fórmula de paz.
La verdadera vida de un hombre es la que le confieren los pensamientos de otros por respeto o amor natural.
Puede ser que las naciones hayan creado sus gobiernos, pero estos les pagaron con la misma moneda.
Hablan de un hombre que traiciona a su país, a sus amigos, a su novia. Pero antes debe haber un vínculo moral: lo único que un hombre puede traicionar es su conciencia.
¿Quién sabe qué es la verdadera soledad? No es el significado de la palabra convencional, sino terror puro. Para los solitarios es una máscara. Hasta el marginado más miserable se abraza a algún recuerdo o a alguna ilusión.
Las acciones más abiertas de un hombre tienen (siempre) un lado secreto.
Que al necio se le haga útil conforme a su necedad.
Los escrupulosos y justos, los nobles, humanos y devotos; los desinteresados e inteligentes pueden iniciar un movimiento, pero este se desvanece. Porque no son los líderes de una revolución, son sus víctimas.
La creencia en una fuente sobrenatural del mal no es necesaria: son solo los hombres los capaces de toda maldad.
Quizás la vida sea solo eso... sueño y miedo.
No temía ni a Dios, ni al diablo, ni al hombre, ni al viento, ni al mar, ni a su propia conciencia. Y creo que odiaba a todos y a todo. Pero estimo que tenía miedo a la muerte. Pienso que soy el único hombre que se le enfrentó.
Solo un marinero apercibe hasta qué punto un barco entero refleja la personalidad y la capacidad de una sola persona: su capitán. Para un marinero, esto es incomprensible —y a veces incluso nos es difícil de comprender— ¡pero es así! En alta mar un barco es un mundo aparte y, considerando las largas y distantes operaciones de las unidades de la flota, la Armada debe depositar un gran poder, responsabilidad y confianza en los líderes elegidos para el mando. En cada barco pues hay un hombre que, en caso de emergencia o peligro en el mar, no es posible recurrir a nadie más. Hay quien es el único y último responsable de la navegación segura, del rendimiento de la ingeniería, de la precisión del fuego y de la moral del barco. Este es el capitán. Él es el barco. Y esta es la misión más difícil y exigente de la Armada. No hay un solo momento en su periodo de capitanía en que pueda escapar de la responsabilidad del mando. Sus privilegios, considerando sus obligaciones, son casi ridículamente escasos; sin embargo este es el estímulo que ha dado a la Armada sus grandes líderes. Es un deber que merece con mucho el título más alto y venerado del mundo marinero: capitán.
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