viernes, 4 de julio de 2025

Un cervantista estadounidense del XIX, William Dean Howells

William Dean Howells (1837-1920) fue un hispanófilo y escritor estadounidense del siglo XIX; desde niño fue un cervantista furibundo, como se verá por este texto suyo que copio, entre muchos otros que declaran su fervor. Hijo de un editor e impresor, del Quijote leyó de niño la traducción dieciochesca de Charles Jarvis, a la que aceptó escribir un prólogo para su reimpresión póstuma en 1923 (*), y posteriormente la decimonónica de John Ormsby, así también como las obras de otro hispanista, el famoso W. Irving, cuyo oficio de embajador al cabo él también llegaría a asumir, aunque en Venecia. Entre las primicias leídas en su infancia estuvieron también obras como la Grecia de Oliver Goldsmith, y enseguida aprendió el español, el latín, el griego, el italiano, el alemán y el francés para leer en otros idiomas y traducir también, en especial en alemán, francés y español. Estuvo entre los llamados brahmanes de Boston, y fue el primer presidente de la Academia de Estados Unidos, siendo amigo cercano de Mark Twain y Henry James entre otros. Su amor por nuestra literatura se extendía mucho, hasta incluso Armando Palacio Valdés, del que fue tan entusiasta que leyó toda su obra. Además leyó bastantes de Galdós (su Doña Perfecta le pareció una genialidad) y de Pardo Bazán. Siendo aún bastante joven, estuvo a pique de traducir el Lazarillo, pero sí tradujo Un drama nuevo, de Manuel Tamayo y Baus y publicó un libro de viajes por España, Familiar Spanish Travels (1913). Compuso unas cuarenta novelas, entre ellas la quijotesca Un viajero de Altruria (1894), varios libros de crítica literaria (se le considera promotor del realismo estadounidense) y algunas piezas teatrales, biografías, poemas y libros de viajes. Fue, asimismo, editor de las acreditadas revistas Atlantic Monthly y Harper's Bazar, entre otras, y defendió el socialismo cristiano de León Tolstoy.

Bibliografía

*Susan Goodman, William Dean Howells: a writer's life. Berkeley: University of California Press, 2005.

De Mis pasiones literarias, cap. III, "Cervantes":

Recuerdo con total claridad el momento y el lugar en que oí hablar por primera vez de Don Quijote, cuando aún no podía relacionarlo con precisión con la autoría de nadie. Era demasiado joven para concebir la autoría, ni siquiera en mi propio caso, y escribía mis miserables versos sin ninguna noción de literatura ni de nada más que el placer de verlos salir correctamente rimados y medidos. 

El momento fue al final de un día de verano, justo antes de la cena, pues, en nuestra casa, cenábamos tarde, y el lugar era la cocina, donde mi madre se dedicaba a su trabajo, escuchando como podía lo que mi padre nos contaba a mi hermano, a mí y a un aprendiz nuestro, que era como un hermano para ambos, sobre un libro que había leído una vez. Los chicos estábamos desgranando guisantes, pero la historia, a medida que avanzaba, nos arrebataba de nuestro pobre oficio y, sin importar lo que hicieran nuestros dedos, nuestros espíritus se perdían en esa extraña tierra de aventuras y contratiempos donde la vida febril del caballero, verdaderamente sin miedo ni reproche, se consumía. Me atrevería a decir que mi padre intentó hacernos comprender el propósito satírico del libro. Recuerdo vagamente que hablaba de los libros de caballería que pretendía ridiculizar, pero a un niño esto no le importaba y lo que ansiaba hacer de inmediato era conseguir ese libro y sumergirme en su historia. 

Nos contó al azar el ataque a los molinos y a los rebaños de ovejas, la noche en el valle de los batanes con sus mazas, la venta y los arrieros, el arrumaco de Sancho, la isla que le fue dada para gobernar y todas las alegres travesuras en casa del duque y la duquesa, así como la liberación de los galeotes, la captura del yelmo de Mambrino y la invención de Sancho de la encantada Dulcinea, y todo lo que había de maravilloso y delicioso en el libro más maravilloso y delicioso del mundo. No sé cuándo ni dónde me lo consiguió mi padre, y sé que pasó un tiempo considerable entre que lo oí y lo tuve. El acontecimiento debió ser importantísimo para mí, y es extraño que no pueda recordar el momento en que la preciosa historia llegó a mis manos; aunque, en realidad, no hay nada más caprichoso que la memoria de un niño y lo que conservará y perderá.

Es cierto que mi Don Quijote estaba en dos volúmenes pequeños y robustos, no mucho mayores cada uno que mi Grecia de Goldsmith, encuadernados en una especie de becerro de ley, bien ajustados para resistir el desgaste que estaban destinados a sufrir. La traducción era, por supuesto, la versión antigua de Jarvis, que, fuera o no una versión fiel, empleaba un honesto inglés del siglo XVIII y reflejaba fielmente el espíritu del original. Si tuvo alguna influencia literaria en mí, debió ser buena, pero no puedo afirmar que fuera sensible a la literatura: fue la historia, siempre encantadora, lo que disfruté. Me regocijé en la libertad ilimitada de su diseño, el aire libre de ese inmenso escenario donde la aventura sucedía a la aventura con la secuencia natural de la vida, y los días y las noches no eran lo suficientemente largos para los acontecimientos que los atestaban, entre los campos y los bosques, los arroyos y las colinas, los caminos y los senderos, las posadas y las chozas, las cárceles y los palacios que fueron el escenario de esa historia incomparable. Lo tomé con la misma sencillez con la que tomaba todo lo demás del mundo que me rodeaba. Estaba lleno de significados que no podía comprender, y había significados de los que, por desgracia, abundan en la literatura, pero se me escapaban. No sabía si estaba bien escrito o no; nunca pensé en ello; simplemente estaba allí en su vasta totalidad, en su inagotable opulencia, y yo era rico en eso más allá que cualquier sueño de codicia.

Mi padre debió de hablarnos aquella noche de Cervantes, así como de su Don Quijote, pues me parece haber sabido desde el principio que había sido esclavo en Argel y que había perdido una mano en batalla, y lo amaba con una especie de afecto personal, como si aún viviera y pudiera corresponder a mi amor. Su nombre y carácter me hicieron querer al nombre y al carácter españoles, de modo que siempre fueron mi pasión y hasta el día de hoy no puedo conocer a un español sin reverenciarlo con algo del honor y la veneración que prodigué de niño a Cervantes. En pleno auge de este entusiasmo, un día vino a nuestra escuela un caballero mexicano que estudiaba el sistema educativo estadounidense; un hombre afable, gordo y de color azafrán por quien casi habría muerto, por complacer a Cervantes y a su Don Quijote, porque sabía que hablaba su lengua. Pero él nos sonrió a todos y no tuve oportunidad de distinguirme del resto con ningún acto de devoción antes de que su bendita visión se desvaneciera, aunque durante mucho tiempo después, en apasionados ensueños, me acerqué a él y lo consideré pariente debido a mi lealtad, y porque habría sido español si hubiera podido.

No habría permitido que el mundo juvenil que me rodeaba supiera nada de estos dulces sueños; pero eran solo mis gustos, mis pasiones, las que allí me resultaban ajenas; en todo lo demás, era tan ciudadano como cualquier niño que jamás hubiera oído hablar de Don Quijote. Pero creo que llevaba el libro conmigo la mayor parte del tiempo, para no perder la oportunidad de leerlo. Incluso en los momentos de vacío de ciertos años, cuando apenas añadía otras lecturas a mi repertorio, debí seguir leyéndolo. Esto ocurrió después de mudarnos del pueblo donde pasé los primeros años de mi infancia, y apenas me había adaptado al extraño entorno cuando uno de mis tíos me pidió que lo acompañara a aprender el negocio de la farmacia en el lugar, a sesenta y cinco kilómetros de distancia, donde él ejercía la medicina. Hicimos el largo viaje, más largo que cualquier otro que haya hecho desde entonces en la diligencia de aquellos días, y llegamos a su casa al anochecer; él, contento de llegar a casa, y yo, muerto de añoranza por el hogar que había dejado. No sé cómo fue que en este estado, cuando el mundo entero era una oscuridad desesperanzada a mi alrededor, saqué mi Don Quijote de la mochila; parece que lo tenía conmigo como parte esencial de mi equipo para mi nueva carrera. Quizás me pidieron que lo mostrara, con la idea de alejarme de mi miseria; quizás yo mismo intentaba ahogar mis penas en él. Pero, sea como fuere, ahora tengo ante mí la imagen de mi dulce tía y su hermana pequeña mirándome por encima del hombro, juntas en el césped, bajo la luz del atardecer de verano. Mi tía sostenía mi Don Quijote abierto en una mano, mientras con la otra sujetaba al niño que llevaba en el brazo. Miraba el libro, y luego, de vez en cuando, me miraba a mí, con mucha amabilidad pero con mucha curiosidad, con una leve sonrisa, de modo que, mientras yo estaba allí, retorciéndome por dentro de timidez, tuve la sensación de que a sus ojos yo era un niño raro. Ella devolvió el libro sin comentarios, después de algunas preguntas, y me lo llevé a mi habitación, donde el amigo confidencial de Cervantes lloró hasta quedarse dormido.

Por la mañana me levanté y les dije que no aguantaba más y que me iba a casa. Nada de lo que dijeron sirvió de nada y mi tío me acompañó a la diligencia y me compró el pasaje de vuelta.

El horror del cólera ya se extendía por aquel entonces y oímos en la diligencia que un hombre yacía muerto arriba en el hotel. Pero mi tío me llevó a su farmacia, donde la diligencia me iba a recoger, y me hizo probar un poco de alcanfor; con este profiláctico, Cervantes y yo, de alguna manera, llegamos a casa con vida.

La lectura de Don Quijote continuó durante toda mi infancia, por lo que no recuerdo ningún período distintivo en el que no lo leyera, más o menos. A los diez años, lo conocí bien, como un niño, y hace unos años, a los cincuenta, lo retomé en la admirable nueva versión de Ormsby y lo encontré tan lleno de mí mismo y de mi propio pasado irrevocable que no me pareció muy alegre. Pero hice muchos descubrimientos en él; cosas que no había soñado estaban allí y debieron haber estado siempre allí, y otras adquirieron una nueva cara y me causaron un nuevo efecto. Tenía mis dudas, mis reservas, donde antes le había entregado todo mi corazón sin cuestionarlo, y, sin embargo, en lo que constituía la grandeza del libro, me parecía más grande que nunca. Creo que su diseño libre y simple, donde los acontecimientos se suceden sin el control de la intriga, sino donde todo surge naturalmente a partir de los personajes y las circunstancias, es la forma suprema de la ficción. Y no puedo evitar pensar que, si alguna vez tenemos una gran novela estadounidense, debe fundarse en líneas tan grandes y nobles como estas. En cuanto a la figura central, el propio Don Quijote, en su dignidad y generosidad, sus ideales desinteresados ​​y su intrépida devoción a ellos, siempre es heroico y hermoso; y me alegró descubrir, en mi último vistazo a su historia, que realmente había concebido esto al principio y había sentido la sublimidad de su naturaleza. No quería reírme tanto de él, y ya no podía reírme en absoluto de algunas de las cosas que le hicieron. Antes me parecían divertidas, pero ahora solo crueles e incluso estúpidas, de modo que era extraño comprender que sus cualidades e indignidades provenían de la misma mente. Pero, en mi experiencia madura, que arrojó una luz más amplia sobre la fábula, me alegré de conservar mi antiguo amor por un autor que había sido casi personalmente querido para mí.

Cap. IV: Irving

He contado cómo Cervantes hizo de su raza algo precioso para mí, y estoy seguro de que debió ser él quien me capacitó para comprender y disfrutar del autor estadounidense que ahora me mantenía en suelo español y me hacía feliz en ambientes españoles, aunque no puedo encontrar el vínculo temporal ni circunstancial entre Irving y Cervantes. Lo máximo de lo que puedo estar seguro es que leí la Conquista de Granada después de leer el Quijote, y que me gustó tanto el historiador porque había amado mucho más al novelista. Claro que entonces no percibí que el encanto de Irving provenía en gran medida de Cervantes y de otros humoristas españoles que aún desconocía, y que se había formado en ellos casi tanto como en Goldsmith; pero me atrevo a decir que este hecho indudablemente influyó mucho en mi gusto. Después llegué a verlo y al mismo tiempo a ver lo que había de Irving en él; a percibir su humor nativo, aunque algo atenuado, y su gracia original, aunque un poco demasiado estudiada. Pero aún no me planteaba ninguna cuestión crítica. Entregué mi corazón con sencillez y pasión al autor que hizo que las escenas de esa historia tan patética vivieran en mi simpatía, y me acompañó con los majestuosos y graciosos actores que protagonizaron esas escenas.

Realmente no puedo decir ahora si amaba más a los moros o a los españoles. Luché en ambos bandos; no habría permitido que los españoles fueran derrotados, y sin embargo, cuando los moros perdieron, fui derrotado con ellos; y cuando el pobre y joven rey Boabdil (yo era su devoto partidario y a la vez seguidor de su fogoso tío y rival, Hamet el Zegri) exhaló el Último Suspiro del Moro, mientras su mirada se apartaba para siempre de los tejados de Granada, sentí tanta pena como si me hubiera brotado del pecho. Incluí a ambos príncipes en la primera y última novela histórica que escribí. Ahora no tengo ni idea de qué hicieron en ella, pero como la historia nunca llegó a una conclusión, no importa mucho. Nunca había leído una novela histórica, que yo sepa, y probablemente mi intento se basó casi exclusivamente en los hechos de la historia de Irving. Estoy seguro de que no se me habría ocurrido añadirles nada ni modificarlos en absoluto.

Al leer su Crónica, sufrí durante un tiempo su atribución a fray Antonio Agapida, el piadoso monje que finge haberla escrito, al igual que al leer Don Quijote sufrí que Cervantes se hiciera pasar por el escriba morisco Cide Hamete Benengeli. Mi padre me explicó el capricho literario, pero seguía siendo una confusión y un problema para mí, y me acostumbré a omitir los pasajes donde alguno de los autores insistía en su invención. Debo admitir que me alegra bastante que ese tipo de cosas parezcan pasadas de moda ahora, y creo que los métodos más directos y francos de la narrativa moderna impedirán su resurgimiento. Thackeray era aficionado a esos disfraces tan descarados y le gustaba saludar a sus lectores desde la máscara de Yellowplush y Miguel Ángel Titmarsh, pero me parece que esto ocurrió en sus momentos menos modernos.

Mi Conquista de Granada estaba en dos volúmenes en octavo, encuadernados en tapas grises e impresos en papel muy amarillento por el tiempo en sus bordes irregulares. No sé cuándo llegaron a mis manos. No recuerdo que me los ofrecieran ni me los recomendaran y, en cierto modo, eran tan auténticamente míos como si los hubiera hecho yo. Los vi en casa, hace no muchos meses, en la biblioteca de mi padre (hace tiempo que ha superado la vieja estantería, que ha ido a parar nosedónde) y, en general, me daban escalofríos al bajarlos y mucho más al abrirlos, aunque no sabría decir por qué... a menos que fuera por miedo a encontrar el fantasma de mi yo infantil en su interior, aplastado como una hoja marchita, entre las páginas familiares.

Cuando aprendí español, fue con el propósito, aún no cumplido, de escribir la vida de Cervantes, aunque desde entonces he tenido unos cuarenta y tantos años para hacerlo. Aprendí el idioma por mi cuenta, o comencé a hacerlo cuando no sabía nada de la gramática inglesa, salvo la prosodia al final del libro. Mi padre, habiendo escrito él mismo un breve esbozo de esta materia, tenía el desprecio de la familiaridad con él y parece que me dejó sumergirme en el mar de verbos y adverbios, sustantivos y pronombres españoles y todo lo demás cuando aún no podía nombrarlos con seguridad, con la serena convicción de que, si no nadaba, de alguna manera llegaría a la orilla sin hundirme. El fin, quizás, lo justificaba, y supongo que no hice todo ese trabajo sin sacar algo de fuerza; pero desearía haber recuperado el tiempo que me costó, me gustaría haberlo desperdiciado de alguna otra manera. Sin embargo, el tiempo me parecía interminable entonces y pensé que tendría suficiente para leer toda la literatura española, o al menos no me propuse hacer menos.

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