Mis antepasados familiares maternos poseen algunos genes poco recomendables, como cierta predisposición al suicidio. Mi abuelo se suicidó colgándose de una viga en un pajar y dos de sus hijas, una de ellas mi madre, se suicidaron también; en mi rama paterna también ha habido dos o tres casos. Mi tía Polonia ingirió una dosis letal de pastillas para animales; mi madre se arrojó a la calle. El resto de los hermanos de mi madre han padecido trastornos psicológicos en mayor o menor grado y yo mismo padezco esa especie de depresión menor llamada distimia. Parece ser que existe una cierta predisposición genética a la esquizofrenia que he querido prevenir en mis hijos educándolos con mucho cariño y observándolos atentamente. Todos los padres se ven en sus hijos; por eso sostengo la teoría de que los hombres que quieren tener niños son personas contentas consigo mismas y los que quieren tener chicas son, por el contrario, personas insatisfechas con lo que son y han obtenido de la vida; pertenezco a este último grupo. Lo mismo podría decirse, pero a la inversa, de las madres. Por eso me maravillo y sorprendo bastante cuando contempo el espectáculo de la envidia por mí, o incluso por lo que algunos, empezando por mi misma mujer, llama mis logros, cuando yo no siento por ellos sino el consuelo de haber acabado con un problema o tortura que me desvelaba. Cierta tristeza a juicio de mi mujer incomprensible me atenaza; vislumbro los límites de cualquier gloria, de cualquier alegría, el punto donde la luz del faro se debilita y desaparece definitivamente. Para mí es muy cierto lo que dice el Eclesiastés: hay un tiempo para cada cosa positiva y un tiempo para cada cosa negativa; la suma de todos los ratos buenos y malos al final de la vida da cero. Eso es la vida reducida a su mínima expresion: una sístole y una diástole. Una entrada y una salida del teatro, un ascenso y una caída, un frenesí y una ilusión.
Tardé en descubrir lo que había pasado con mi tía y con mi abuelo; se me ocultaba; el pajar donde mi abuelo se había ahorcado fue abandonado, y cuando yo preguntaba se me evadía con circunloquios enigmáticos. De vez en cuando el niño que yo era se paraba inmóvil en ese lugar, como oyendo una voz extraña, y luego preguntaba. Al cabo me enfrenté crudamente con el suicidio de mi madre y nadie aludió tampoco a ello. Cómo se evitan los temas incómodos y la soga en casa del ahorcado. En casa del herrero, cuchillo de palo. El tema está siempre presente, pero también siempre oculto. Qué hipocresía. Todo el mundo está más informado que uno. Pero lo malo del suicidio es lo que afecta a las demás personas de tu entorno; las hace sentir culpables, y no merecen sentirse así; y si la muerte dura un momento, la culpabilidad dura mucho, y se acentúa quizá con la propia muerte. Un suicida debe vivir para que los demás no se atormenten, o desaparecer de forma que no puedan echarse la culpa. Y en mi largo tormento a causa de la muerte de mi madre, hubiera agradecido hablar de ello. Pero la gente sólo habla del tiempo, del fútbol o de Letizia.Uno acaba sintiéndose culpable y malvado aunque sea inocente, y sólo aprende a descubrirse inocente, o lo que es lo mismo, menos culpable que inocente, cuando ha pasado tanto el tiempo que ya da igual.
Tuve un amigo, Federico, que intentó suicidarse; era un hombre incapaz de matar a una mosca; otros amigos suyos lo socorrieron y le dieron lo que tanto ansiaba para no deprimirse, en su caso un traslado de destino a Madrid. En Madrid terminó transformándose en un conductor suicida que acabó con una familia entera de matrimonio con hijos que sí respetaba el carril por donde tenía que ir. ¿Moraleja de este hecho? Supongo que tendrá tanta como una historia opuesta a esta, de alguien que tras ese conato de suicidio alcanza la felicidad; por eso yo no le veo sentido. Algún matemático querrá contar los casos y ver cuáles son más corrientes, pero eso no nos diría si sus amigos hicieron bien o hicieron mal. Yo sólo sé una cosa: ¿qué hay de bueno en matarse? Nada. ¿Qué hay de bueno en matar a otros? Nada. ¿Qué hay de bueno en un aborto? Nada. Sólo sé una cosa: las decisiones buenas entrañan esfuerzo y voluntad, y la voluntad se paga a peso de oro hoy en día.
Alguna vez digo a mis alumnos que las grandes historias acaban mal, porque si acaban bien no acaban verdaderamente. Cuando Sócrates terminaba su banquete sobre el amor, el último tema de discusión fue qué era más parecido a la verdad, si la tragedia o la comedia; y la conclusión de Sócrates fue que era la tragedia. No se han conservado las palabras de ese diálogo, y quizá tenga yo que escribirlo en el futuro.
Tardé en descubrir lo que había pasado con mi tía y con mi abuelo; se me ocultaba; el pajar donde mi abuelo se había ahorcado fue abandonado, y cuando yo preguntaba se me evadía con circunloquios enigmáticos. De vez en cuando el niño que yo era se paraba inmóvil en ese lugar, como oyendo una voz extraña, y luego preguntaba. Al cabo me enfrenté crudamente con el suicidio de mi madre y nadie aludió tampoco a ello. Cómo se evitan los temas incómodos y la soga en casa del ahorcado. En casa del herrero, cuchillo de palo. El tema está siempre presente, pero también siempre oculto. Qué hipocresía. Todo el mundo está más informado que uno. Pero lo malo del suicidio es lo que afecta a las demás personas de tu entorno; las hace sentir culpables, y no merecen sentirse así; y si la muerte dura un momento, la culpabilidad dura mucho, y se acentúa quizá con la propia muerte. Un suicida debe vivir para que los demás no se atormenten, o desaparecer de forma que no puedan echarse la culpa. Y en mi largo tormento a causa de la muerte de mi madre, hubiera agradecido hablar de ello. Pero la gente sólo habla del tiempo, del fútbol o de Letizia.Uno acaba sintiéndose culpable y malvado aunque sea inocente, y sólo aprende a descubrirse inocente, o lo que es lo mismo, menos culpable que inocente, cuando ha pasado tanto el tiempo que ya da igual.
Tuve un amigo, Federico, que intentó suicidarse; era un hombre incapaz de matar a una mosca; otros amigos suyos lo socorrieron y le dieron lo que tanto ansiaba para no deprimirse, en su caso un traslado de destino a Madrid. En Madrid terminó transformándose en un conductor suicida que acabó con una familia entera de matrimonio con hijos que sí respetaba el carril por donde tenía que ir. ¿Moraleja de este hecho? Supongo que tendrá tanta como una historia opuesta a esta, de alguien que tras ese conato de suicidio alcanza la felicidad; por eso yo no le veo sentido. Algún matemático querrá contar los casos y ver cuáles son más corrientes, pero eso no nos diría si sus amigos hicieron bien o hicieron mal. Yo sólo sé una cosa: ¿qué hay de bueno en matarse? Nada. ¿Qué hay de bueno en matar a otros? Nada. ¿Qué hay de bueno en un aborto? Nada. Sólo sé una cosa: las decisiones buenas entrañan esfuerzo y voluntad, y la voluntad se paga a peso de oro hoy en día.
Alguna vez digo a mis alumnos que las grandes historias acaban mal, porque si acaban bien no acaban verdaderamente. Cuando Sócrates terminaba su banquete sobre el amor, el último tema de discusión fue qué era más parecido a la verdad, si la tragedia o la comedia; y la conclusión de Sócrates fue que era la tragedia. No se han conservado las palabras de ese diálogo, y quizá tenga yo que escribirlo en el futuro.
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