Uno de los hermanos de mi padre era el músico de la familia. Sabía tocar el acordeón, un humilde acordeón en que las teclas que tapaban los conductos de aire estaban soldadas a los alambres con cera. También escribía poesía; caía muy bien a todos sus hermanos porque poseía un encanto irresistible y sus padres habían depositado grandes esperanzas en él; pero la leva del 36 le llevó a la guerra y cayó herido creo que en Valencia. Al recibir carta de él, sus padres, mis abuelos paternos, dejaron todo en su pueblo y emprendieron el viaje hasta Valencia en plena guerra civil para cuidarlo en el hospital. Cuando llegaron les dijeron la cama en la que estaba, pero el lecho estaba vacío, porque acaba de morir apenas hacía media hora y ya lo estaban enterrando. ¡Por media hora! Lo único de valor que dejó en herencia en su hatillo el hijo a unos padres que le sobrevivieron fue el acordeón, un acordeón con una tecla rota y una música que nadie ha vuelto a tocar, porque nadie sabía tocar ese instrumento herido. Mi tío sabía escribir versos y tocar el acordeón; esa música que no suena y esos versos que no han sido escritos forman parte también de esa herencia de dolor y mediocridad que al cabo nos dejó la Guerra Civil. En mi casa guardo ese acordeón, que he heredado de otro muerto, mi padre, y creo que la guerra no habrá acabado nunca hasta que alguien, quizá alguna de mis hijas, sepa tocarlo otra vez.
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