martes, 6 de febrero de 2007

Cocos

Siempre me ha interesado lo irracional, ya fuera religión, mitología o inspiración poética; pero los fantasmas me tienen miedo, se muestran esquivos o se esconden al verme llegar, por si no fueran ya de suyo bastante pálidos; de ahí que nunca haya visto ninguno. Será por su timidez natural, ya que de mí nada pueden ni deben temer esos borradores de existencia: mi curiosidad por ellos es meramente entomológica, como la del naturalista a los bichos raros. les habrán asustado las afirmaciones del cruel y empelucado padre Feijoo, para quien "no hay fantasma o duende que no desaparezca al conjuro de una buena tranca" . Pero puede ser también que sea porque los fantasmas no se ven, se intuyen.

Cuando era niño sondeaba la oscuridad con terror en busca de espectros que mi imaginación encontraba invariablemente ocultos en los repliegues y recovecos de las tinieblas; me asustaban cosas que no tenían explicación racional, como por ejemplo los inofensivos Reyes Magos, y la noche de su llegada era para mí una noche en vela agazapado en el pánico. Género para mí menos peligroso eran los fantoches, marimantas, estantiguas, diaños, longaevi, hadas, martinicos, búes, cancones y sacamantecas, personajes habitualmente usados por mí para fraguar espectáculos narrativos en duermevela que ya me estaban configurando alma de novelista; los sueños terroríficos me daban pretexto para cambiarlos por algo más positivo, alzándome como arquitecto de la historia: levantar una trama lograba apaciguar mis inquietudes, reduciéndolas a gatos furtivos como dioses menores, o a los inofensivos que
Heine llamaba "dioses en el exilio". Tras una cura de espantos consistente en una sistemática afición a los libros y películas de terror, me di cuenta de los mecanismos lógicos del miedo y de que esos fantasmas existían realmente, pero sólo en mi cabeza, no fuera de ella. En el futuro apliqué esos conocimientos para destruir las fantasías terroríficas de mis niñas, haciéndoles ver que esos espantajos no tenían más realidad que la que poseen los dibujos animados. Estos espectritos y aparecidos acabaron teniendo para mí una consideración meramente folclórica y un enjuto interés literario, como el que mantengo por las leyendas urbanas.

Ahora vengo en saber que todos esos terrores eran fundamentalmente terrores a la mentira, a las mentiras que me contaban sobre mi familia, sobre mi pasado, sobre la religión, sobre todo en general. Durante un tiempo, a causa de una exagerada sensibilidad, estuve al borde de perder el eje de la cordura, pero la recobré a costa de no mentirme nunca nada sobre nada ni nadie, a costa de llevar la crítica tan lejos como me fuera posible; y ese ansia de verdad salvó seguramente mi razón y mi cordura. Desde entonces sólo he sido fiel a la verdad, y ella me ha nutrido, me ha sostenido y ha logrado que no desfalleciera cuando todo lo demás me hostilizaba; ha revelado y definido las verdaderas fronteras de mi yo y me ha permitido afincar con seguridad el pie en el mundo. La verdad me ha curado y me sigue curando, pero hoy se me ha vuelto ya demasiado compleja y solamente la muerte se me revela como la suprema simplificación. Estoy de acuerdo con
Leopardi: "Hoy no envidio ya ni a los necios ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles ni a los poderosos; envidio a los muertos, sólo por ellos me cambiaría". La verdad exige un costoso y sombrío tributo, una desfallecida paga de ilusiones.

Dicen los demás que también ha contraído mi ego hasta hacerlo algo demasiado duro y empedernido, poco factible a la comunicación interpersonal; yo creo que ha hecho volver a los que antes eran simples espantajos con nueva cara más pérfida y hermosa, y los ha provisto de más oscura insidia; me resulta así más difícil entregarme a la amistad. Yo digo que la humilde y desagradable verdad me ha hecho un descontentadizo y un contestatario, quizá un amargado y en todo caso un desconfiado y un descreído.

Recopilé con paciencia infinita manuales de demonología, los tratados de
Pedro Ciruelo, el Malleus maleficarum, los ensayitos del bizantino Miguel Psellos y de los dieciochescos Charles Lamb y Feijoo; me admiré de los longaevi de Lewis; subí por el ordenado cosmos del negativo Pseudo Dionisio Areopagita y me maravillé con sus nueve círculos de ángeles encadenados; examiné los procesos inquisitoriales exhumados por Domínguez Ortiz y diversos tochos de psicología, antropología y parapsicología (muchos de los cuales son una mierda, y ni siquiera una mierda consistente, sino pura diarrea) y resolví que el único terror que se posa en tales fantasías es simplemente nuestro anticuado y natural rechazo moral al mal, que ahora se viste con unos indecisos ropajes.

La duda y la ignorancia son las herramientas del conocimiento. Tal vez me luce demasiado la peluca del ilustrado, pero sigo sintiendo bastante interés por ese tipo de fenomenología, por más que crea que toda ella se genera en nuestro cerebro, que es acaso lo más insuperablemente complicado de desicfrar que hay en el cosmos; ya advertía
Juan Luis Vives sobre la tremenda ignorancia que padecemos sobre las capas profundas de nuestra conciencia, y la lectura de obras como la Onirocrítica de Artemidoro confirman desde luego la tremenda plasticidad de nuestra fantasía: los espectros nocturnos que se aparecen en los sueños de los griegos son tan diferentes a los que ahora nos aterrorizan que uno no puede por menos qu espantarse de cuánto se ha empobrecido nuestra imaginación como víctima de las ya deslumbrantes luces de la razón. Ahora, como notó Heine, da risa lo que asustaba a nuestros antepasados; los poderosos dioses antiguos se han reducido a asustaniños, y entre ellos podemos encontrar a dioses derrotados como los que se pasean por las páginas de El escarabajo de Mujica Láinez. Nos da risa, por ejemplo, que los niños de los chicanos norteamericanos llamen en spanglish a nustro cruel hombre del saco como "sacomán". Sea como fuere, ahí están las fotos de la bibliotecaria Lady in Grey o el vídeo del palacio de Hampton Court, dos de mis espectros favoritos.

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