¿Qué nos pone en pie todas las mañanas? Jolines, no sé en vuestro caso, en el mío puedo decir que una robótica rutina; y digo que me pone en pie, porque despertarme no determino que me despierte hasta hora más nocturnal. La conciencia, la asunción plena de la libertad de lindes y senderos de un individuo, es un bien muy buscado en un mundo invadido por la publicidad gritona y por todo tipo de miserias contagiosas materiales y mentales, pero en realidad somos esclavos de una compleja relojería de automáticas conductas. Me pone en pie no sólo la rutina, sino la fluoxetina, la teína y la cafeína, así como otras medicinas correctoras más duras, como mi suegra, mis hijas y mi mujer, y, tras todas esas ayudas, me pongo en pie yo mismo, carro del que tiran mis hijos, altibajo de alma, preferiblemente con el pie derecho, saliendo de una medioanestesia mortecina como un zombie apenas resurrecto y por descomponer. Luego ruedo por las escaleras transportando el bulto cotidiano de un maletín que nunca abro -omnia mecum porto- y llego al templo del instituto de enseñanza, donde ya se hallan dispuestas las aras sacrificiales tintas de sangre inocente y donde procuro no ser devorado por las pirañas y tiburones que cunden por semejante biotopo. Y salir al ruedo rectangular (1'62, proporción áurea) de la clase.
Para ello es menester ayudarse con la Poliorcética, el arte marcial de hacerse fuerte y resistir el asedio en un baluarte, bastión o blocao cualquiera. En un pasadísimo pasado, el profesor impartía doctrina sobre una tarima-presbiterio que hacía de púlpito; luego pasamos a hacer obra de misericordia al mismo nivel y ahora semos capellanes castrenses hundidos en las trincheras, roídos por las ratas y sometidos a un intenso bombardeo de mortero adolescente. Estallan las granadas de papel, tabletean las kalashnikov de las risitas tontas, vuelan las balas de las tizas. Y el profesor trata de hacerse entender en medio de ese estrépito infernal, pero no puede oír ni siquiera sus propios pensamientos-chirridos, sumido como está en la miseria de su trinchera.
Para ello es menester ayudarse con la Poliorcética, el arte marcial de hacerse fuerte y resistir el asedio en un baluarte, bastión o blocao cualquiera. En un pasadísimo pasado, el profesor impartía doctrina sobre una tarima-presbiterio que hacía de púlpito; luego pasamos a hacer obra de misericordia al mismo nivel y ahora semos capellanes castrenses hundidos en las trincheras, roídos por las ratas y sometidos a un intenso bombardeo de mortero adolescente. Estallan las granadas de papel, tabletean las kalashnikov de las risitas tontas, vuelan las balas de las tizas. Y el profesor trata de hacerse entender en medio de ese estrépito infernal, pero no puede oír ni siquiera sus propios pensamientos-chirridos, sumido como está en la miseria de su trinchera.
Alumnos revientaclases; ceporros verdaderos, ceporros que no se traen el libro, ceporros miméticos, falsos ceporros que lo fingen para no tener que trabajar, para que no les llamen empollones, para que no sufran acoso escolar o por las tres cosas; semiceporros que no vienen para no terminar siendo ceporros del todo; hijos de padres separados y otras familias desestructuradas; hiperactivos e hiperinactivos; vagos simples y complejos; putillas monjiles; bailarinas del vientre; meones continuos y adoradores de su propio ombligo; sentados de lado; sentados de culo; ecuatorianos asombrados; pijillas y pijillos; respiradores de aire y amorfos; niñatos y niñatas varios, masticando chicle, comiendo chuches, planeando el fin de semana, manoseando el móvil o la MP3, intercambiando kleenex, condones, notitas verbales o escritas con faltas de "otrografía", dibujando en papel o en la mesa o haciendo manitas, concurso de idioteces, tarea de otra asignatura; repetidores y tripitidores que esperan el ascensor de la ESO; moteros madrileños desterrados; un chino perdido en una China que no es la suya (estaría bien que algún desertor de la tiza nos diera curso de cantonés o mandarín), y eiusdem palotis.
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