Desde los flancos del barco los artilleros desgranaban una lluvia letal de granadas de todo tipo; incluso balas de cañón encadenadas para partir hombres por la mitad, o balas de vidrio que al estallar llenaban las tripas, los ojos y las vergüenzas de sajantes esquirlas. Nadie en la costa podía cubrirse de la mala leche de aquellos cocos, pero no tardaron en descubrir -cara de hereje tiene la necesidad- que las tumbas de los muertos eran cobijo propicio a los vivos. A esas improvisadas trincheras bajaron los que temían más a la gente carnosa que a la pelada; pero, como si hubiesen visto la estratagema, los malditos cañoneros apuntaron entre las cruces y, sin persignarse siquiera, empezaron a bombardear también el cementerio. Aquello parecía un Apocalipsis de Patmos y Pasmos, muertos volando rebozados en tierra a medio resucitar y vivos tan llagados y supurantes que apenas se distinguían de ellos, las bocas llenas de tierra y gusanos, los dientes y los cráneos machacados, el resto de los huesos en pepitoria, sordos de zambombazos entre garbanzos de rosario, hojarasca de coronas y los restos de cocido humano formando una cocina humeante de pestuza infernal. En despedazadas tablas y tabletas las hirsutas astillas de los ataúdes se revelaron también ortigosa metrallla y algunos llegaron a confundirse con los muertos a quienes prestaban tan inesperada pero inseparable compañía.
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