sábado, 7 de abril de 2007

El crucificado

La viuda de quien hablo murió un miércoles santo en el asilo y el funeral fue el jueves. Me contaron que, hace mucho tiempo, ella había dicho a su marido, deshauciado y agonizante en una cama del hospital, a la oreja para que nadie lo notase, que el hijo que creía suyo era en realidad de uno de sus mejores amigos. El hombre se alteró, gesticuló, intentó hacer salir una voz que ya no tenía, hizo lo posible por comunicar que quería cambiar su testamento, pero ya las fuerzas le faltaban y falleció a toda prisa, quizá por la congestión cardiaca que le supuso tamaña revelación, realizada quizá con toda la deliberación de cargárselo. Tenía este una hija auténtica a la que desde entonces su madre trató con inferioridad al hijo, de forma que arrastrara toda su vida esta miseria afectiva. Nadie sabía la verdad, solamente el padre verdadero y la madre mentirosa, pero circulaban rumores y todo al fin se terminó sabiendo y saliendo a la luz bien visible por encima de una montaña de rodeos y medias verdades; la madre se medio traicionó al hablar en algunas ocasiones y, en este mundo donde la gente es tan buena que por eso son necesarios los policías, los soldados y los jueces, fue lógico que se conjeturase la verdad y que al cabo se tuviese por cierta cuando, por las disputas derivadas de las mezquinas herencias, la madre se negó en redondo a hacerse pruebas genéticas que confirmasen la paternidad. El escándalo fue tan mayúsculo como secreto, como suelen ser los escándalos ibéricos. Por ello todo curioso, conocido o medio amigo de la familia que hubo acudido al funeral se paseaba con una media sonrisita en los labios. Un familiar lejano, al que llamaban justificadamente Robamuertos porque con un notario amigo se las habia apañado para agenciarse casi todos los dineros de los allegados moribundos haciéndoles firmar en blanco, tuvo a bien no acudir, no en vano era el hombre más listo que el hambre. El caso es que la enterraron con su marido, por el qué dirán, aunque no lo dejarán de decir, y el marido se arrejuntó en la tumba con su odiada esposa. En la iglesia, por cierto, se hallaba ausente el crucifijo tras el altar, seguramente porque alguien lo habría descolagado para plantarlo en el paso que estaba al salir en la procesión. Y es que Jesús tuvo el buen gusto de no asistir a la ceremonia.

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