martes, 8 de enero de 2008

Timidez

Algunos confunden la timidez con la insolencia o con el orgullo; como mucha gente, tengo fobia social: los grupos de seres humanos me incomodan profundamente, al contrario que los políticos y otros amantes del baño de masas; no por la gente en sí y por separado, sino por los efectos que produce. Las masas dejan tran sí un gran rastro de basura y sólo las masas son lo bastante anónimas para justificar la violencia más depravada y extrema o la tontería más necia y adocenada: no en vano el nombre del demonio es Legión.

Es algo mensurable matemáticamente: la cantidad de mentira ambiente aumenta en progresión geométrica mientras que la de gente en aritmética. Puedo soportar grupos de dos, tres o cuatro personas, pero más empieza a ser algo excesivo y grotesco: cada nueva persona añade una mordaza a las demás (no se habla de temas que puedan molestar a uno u otro) y se termina hablando de fútbol o del tiempo mientras cada cual está pensando en lo gordo que está el vecino, en la última gilipollez que ha dicho o en cualquier otro trapo sucio. Una persona no tiene fricciones consigo mismo; dos ya pueden tener alguna, tres muchas más, y así. Pues imaginaos este cura, que no puede con menda. Y toda esa incomodidad hay que exorcizarla degollando algún chivo expiatorio o bebiendo la sangre de algun gallito que destaque por lo alto o por lo bajo. Alguien que se haga notar, un raro. Y el raro es siempre el tímido, el callado, el que se reserva su opinión, el que no comulga con la masa, el que habla raro o tiene la piel menos clara. En los grupos, los pensamientos demoniacos no se comunican, se contagian como una enfermedad o una pasión y se pueden intuir por un gesto, por el brillo de una mirada, por cualquier respuesta descolocada o desabrida; es la paradoja de Abilene, en suma, que nos hace inocentes por separado del mal común. Es posible ver al demonio Legión en alguno de los cuadros de grupos humanos de Goya; incluso en los de la primera época: en todos ellos hay siempre un personaje sospechoso, de mala catadura, que parece extraído del barrio portuario de Odessa o del rincón más sórdido de Calcuta. Es el demonio estructural contra el que lucha la teología de la liberación, el demonio contra no quieren luchar los jerarcas que como Benito XVI han llegado a su puesto gracias a ellos.

Para evitar los roces necesito un duro caparazón de silencio: me refugio en un concéntrico caracol o bajo la escalera en que medita el sabio de Rembrandt; en el trozo de ámbar en que Marcial vio a la abeja haber deseado su propia muerte; en el ático desvencijado de un pueblo aragonés que se cae a pedazos; en un laberinto de escritura o en un capullo segregado por mis íntimas heridas, si de algo vale el verso del Conde de Salinas.

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