La bilis negra era uno de los cuatro humores de la medicina medieval; en latín es atra bilis, de donde viene el adjetivo atrabiliario, que significa furioso, enojado o enfadado. Este artículo, publicado hoy, es curioso al respecto, por eso lo copio:
Manuel Rodríguez Rivero, "Bilis negra", en El País, 3-III-2010:
Si usted sufre con o sin motivo (aparente), si no es feliz, si se siente frustrado o malquerido o culpable por algo que hizo o dijo (o que cree que pudo haber dicho o hecho), o porque la vida es injusta y no ha conseguido lo que de ella esperaba, si le entristece la pérdida o la traición de un ser querido, si experimenta cualquiera de esas sensaciones (o de otras semejantes), entonces es que está usted enfermo y precisa cura. Pero, tranquilícese: la farmacia está siempre ahí para ayudarle. Al fin y al cabo, su felicidad puede depender de un sencillo ajuste neuroquímico.
Desde hace poco más de medio siglo, cuando su nombre comenzó a pronunciarse en las consultas de los médicos de cabecera, la depresión se ha convertido en un útil comodín ideológico. La medicalización de la tristeza -o de la felicidad, según el énfasis que se ponga- ha llegado a ser una de las más sustanciosas fuentes de beneficios de las empresas farmacéuticas. Manufacturing depression, un libro de Gary Greenberg (Simon & Schuster, en EE UU, y Bloomsbury, en Reino Unido), analiza la apabullante patologización de la depresión que ha tenido lugar en Occidente en el último medio siglo. Las medicinas puestas en circulación para combatirla han sido tan diversas -y contradictorias- como las anfetaminas de los años cuarenta y cincuenta, los ansiolíticos de los sesenta, los derivados de las benzodiacepinas de los setenta y ochenta (¿quién, con más de 40 años, no conoce el Valium?), o el hasta hace poco "definitivo" Prozac, cuya campaña de promoción ("la depresión no es sentirse bajo, es una enfermedad real con causas reales", decía uno de sus eslóganes) le costó a la firma Lilly 22 millones de dólares en los primeros meses de su comercialización (con tanto éxito que las revistas Time y Newsweek dedicaron sendas cubiertas al fármaco).
Bernard Marx y Lenina Crowne, igual que todos los demás ciudadanos de Un mundo feliz, consumen habitualmente soma, una droga -"con todas las ventajas del cristianismo y del alcohol y ninguno de sus defectos"-, para mantener el buen ánimo. También para ellos la felicidad es un asunto de química: un gramo a tiempo y se puede afrontar lo que sea (incluso un fin de semana). Greenberg no critica en su polémico libro que se les administre antidepresivos a quienes los necesitan: no es lo mismo la terrible enfermedad tan magistralmente descrita por William Styron en su libro Esa visible oscuridad (La otra orilla) que el malestar -mezcla de aburrimiento y frustración personal-, que conduce a Emma Bovary al suicidio, o que la náusea metafísica y sartreana de Antoine Roquentin. En una época en la que arrecia la ofensiva contra las terapias de la palabra (y especialmente contra el psicoanálisis), Greenberg las reivindica (y no sólo la "profesional") como alternativa al muy rentable imperialismo de la farmacopea. Dejando claro también, frente a la mitificación ideológica de la "felicidad" como pretendido "estado natural" de los seres humanos, que el sufrimiento forma parte de la vida y es factor fundamental de crecimiento y transformación personal.
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