De todo lo dicho sobre la creación de vida sintética o artificial, un golem o frankenstein químico, como el amor, que es un cóctel de vasopresina, oxitocina y serotonina, lo único que me interesa es lo que viene de la Iglesia Católica, que siempre ha tenido y tiene la vista larga y el paso corto; de esto último me he quejado mucho, como bien sabe el lector de estas líneas. Las posibilidades de eugenesia, con las que ya jugué en un relatillo corto de ficción científica que no llegué a terminar, me han inquietado mucho; eu es en griego 'bueno', pero nadie nos ha venido a decir (bueno, esto es un decir también) qué es lo bueno. Todavía está lejano el que se cree, si llega a hacerse, una nueva humanidad más perfecta, o un nuevo estrato social de especialistas diseñados genéticamente; eso sería, de hecho, traer al incómodo plano de lo real los más descabellados sueños de estabulación social de un nazi y, para los católicos, el pecado más horroroso, la madre de los pecados, el luciferino de la soberbia, prometido por la serpiente a Adán: "Y seréis como dioses". ¡Ojo!, como dioses, semejantes a dioses, no dioses. El hombre nunca podrá ser califa en lugar del califa, porque le falla el barro consustancial de que está hecho, como pone de relieve la primera epopeya de la humanidad, la triste historia de Gilgamesh, que concluye con un suicidio, y está escrita precisamente en frágiles tablillas de barro.
No es un rencor contra la realidad, sino una triste limitación, una insuficiencia que nace del imposible asumir de la resignación. Nadie puede sustraerse de la muerte, o a todas las formas y máscaras que puede adoptar la muerte, la entropía o el tiempo, que pueden ser muchas, incluso la del olvido de uno mismo o de los demás, ya que la gente no tiene miedo a la muerte, sino a perder la vida. La eugenesia es válida para evitar las enfermedades genéticas que son una lacra de la evolución natural, no de la evolución artificial... Pero la evolución artificial, que he leído en tantos relatos de ficción científica, puede depararnos tantas amargas consecuencias como bendiciones. Entre las posibles bendiciones a corto o medio plazo, toda una rama nueva de microbiots obreros, médicos y recicladores, y abaratadores de vacunas; entre las posibles maldiciones, las mutaciones y cruzamientos genéticos no programados por medio de virus o priones, prácticamente incalculables e indomeñables, de estos monstruos de Frankenstein. La posibilidad, asimismo, de regeneración perpetua como cierto tipo de medusas a costa de dejarse la memoria atrás como una piel de serpiente, posibilidad apuntada por el descubrimiento, realizado por un equipo español hace poco, del mecanismo que hace inmortales a los telómeros. También supone una forma de transhumanismo o transhumanidad inquietante: ya no se plantearía qué es el hombre, sino qué puede o debe ser; para quienes piden más libertad y menos utopía eso puede ser maravilloso, pero todos hemos visto en qué paran las utopías; no podríamos heredar nuestro propio conocimiento siendo fundamentalmente los mismos, pero sí nuestros genes materiales, o podríamos repetirlo sin cesar viviendo la vida del otro que somos otra vez. Un ser humano puede reducirse a un programa informático o un árbol o jerarquía impuestos sobre un cierto volumen de información y datos, pero no es tan equivalente a otro como lo es un gemelo idéntico a otro en idénticas circunstancias, incluso la de haberse casado con gemelas. Un disquete, una memoria usb o chupete, no es muy diferente de nosotros. No lo es el ordenador en que escribo, cuya pantalla semeja una cabeza y su torre un cuerpo; le faltan los órganos y enganches colgantes que le dan libertad, pero eso es cada vez más factible. La minúscula conciencia que habita en alguna remota provincia de nuestro cerebro y a la que llamamos yo -que seguramente no existe en la mayoría de las personas que se comportan como un robot programado por los bandazos de las coerciones y mediaciones sociales y genéticas- se nos presenta de pronto tan vacía como proclaman los budistas, y la realidad se vuelve todo un laberinto de reencarnaciones y copias imperfectas, como la babélica biblioteca de Borges.
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