Cuanto más envejece uno (o lo envejecen, porque esto de envejecer es tan interior, subjetivo y sustantivo como exterior, objetivo y adjetivo), más estúpido, indiferente e inactivo se vuelve. Es un proceso de petrificación, de empedernimiento; uno se cosifica o reifica poco a poco hasta que llega a ser la cosa misma con apariencia humana llamada cadáver. En este proceso caracolar de encogimiento y contracción abandona su energía cinética, su calor, y se vuelve frío como un muerto. Algunos, incluso, ya lo están antes de morirse: he visto algunos, tiesos como ídolos sobre un sofá, dejando huella fósil sobre un cojín, como la dejan sobre la tierra los pedruscos del campo que, si se levantan, descubren siempre un escarabajo o sabandija que la usaba como techo improvisado de su hueca manida, a salvo de inundación. Nos volvemos tan moluscos bivalvos como las almejas, pegados en un mogote del que no nos pueden arrancar ni a tiros. Dicen los poetas que no, que lo que hacemos es echar raíces al aire y ramas a la tierra, que lo que hacemos es crecer y ramificarnos; pero el cruel otoño y el impío invierno de las neuronas nos deja las ramas peladas de murmullo, desiertos los nidos, segadas las yemas, podadas las copas, encerrados en los anillos de madera de nuestra dendrocronología. Nos reduce a una raspa, un esquema, una percha de la que cuelga un alguien, el sueño de una sombra que decía Píndaro.
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