lunes, 18 de octubre de 2010

Madrid

He ido a Madrid a ver a mi médico, el doctor A. Lo que hayamos hablado no incumbe a los cotillas que leen estas líneas; algunos son alumnos -no sólo de este instituto, como he podido comprobar-, otros profesores o padres y, muchos, amigos dispersos por la provincia, por España y por el mundo en general. El doctor A., ya lo dije en alguna ocasión, es algo difuso; me imagino que en más de alguna ocasión le habrán imitado los andares y hablares que gasta; me asombré al ver lo voluminoso que era en sus manos mi historial.

Esta vez no haré costumbrismo, como cuando escribo sobre mis viajes. No tengo tiempo ni ganas. Al salir de Atocha no vi nada nuevo, salvo un largo vaso de tubo de cubata abandonado en una isleta en mitad de la circulación. En el Ramón y Cajal no vi a ninguna persona digna de reseña: sólo viejos patricios romanos y el habitual revoltijo de edades y etnias. Como el tren partía tarde, aproveché la espera para darme una vuelta por la cercana cuesta de Moyano. Compré cuatro libros para regalárselos a los alumnos de mi seminario de la tarde: El ocho, de Catherine Neville, Los tres mosqueteros, de Dumas, El señor de Balantry de Stevenson y Tom Sawyer, de Mark Twain. Para mí, ediciones Gredos de las Fábulas de Esopo, Babrio, Fedro y Aviano y un tomo de la Historia de España de Pedro Aguado Bleye que estaba a buen precio. Mis compras están determinadas por el trabajo: hoy voy a firmar un contrato con Castalia para hacer una edición didáctica de las Fábulas de Iriarte y Samaniego.

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