Como viene siendo ya tradición, debo glosar para mi docena escasa de lectores otro viaje a Madrid, también por cuestiones de salud. No hubo nada de particular, salvo las acostumbradas mozas lustrosas y los cada vez más escasos mendigos, emigrados a latitudes más pingües y fructuosas. Bueno, sí; las enfermeras se toparon con el ya conocido problema de encontrarme la arteria para una gasometría; era cosa de ver a esas mujeres desesperadas pinchándome en los dos brazos, con unas agujas de aquí te espero, en las muñecas y donde el cúbito y radio se unen al húmero. Pero nada; un enfermero viejo, requerido para soluciones extremas, ya amenazaba con buscarme la vena inguinal o femoral, que tantos toreros ha llevado al confuso laberinto, cuando una rubia molona, en un momento de inspiración, encontró el débil pulso de mi Guadiana, acaso enaltecido por la brutalidad de sus encantos, y al fin pude llevar un papel a la oficinera, que era de Ciudad Real, por cierto.
Paseé luego en espera de mi tren por los contornos que más me agradan de los aledaños de Atocha. Subí la calle San Pedro, con su tienda de moteros, su peluquería, su ebanista y sus anuncios de Titanlux (siempre que escribo Titanlux acude a mi olfato un inconfundible aroma de droguería). La pensión Retiro (dos palabras que se aman) y los hoteles más cutres del mundo: el Parajas y el México. Vi pasar un cura furtivo entrando en la Sociedad San Vicente de Paúl, cerca de la Costanilla de los desamparados, esa cuesta árida en la que Félix Mejía predijo, y no se equivocó, que íría a pasar sus últimos días. Los restaurantes La vaca Verónica y Milano, este último con el mejor vermouth de grifo; la bodega Fatigas del querer, recorrida por las putonas sidosas de Tirso de Molina; el café Populart; donde toca Yoio Cuesta & The little big band un potaje de blues-flamenco-jazz y otras mixturas. Cruza mientras subo la calle de la Huerta un galgo con más linaje ( y más degenerado) que el de algunos nobles españoles. Hay una tienda de comestibles con un rioja Faustino V y un kistch turrón El Antiguo (calidad suprema).
Descubro en el Callejón de la Huerta una librería especializada en filólogos. No me da tiempo a verla sino por encima. Voy a la Casa del Libro; compro resignado la edición bilingüe de Manuel López Muñoz de Los seis libros de la retórica eclesiástica, o método de predicar, de Fray Luis de Granada, aunque creo que estas cosas no me van a valer de mucho para predicar a los díscolos alumnos de la ESO, nutridos de gorda e insípida teta televisiva. También, de Erasmo, los Recursos de forma y de contenido para enriquecer un discurso. Paso mucha rabia a causa de los libros que la pobreza no me deja adquirir. No tengo tiempo de subirme a la cuesta de Moyano, y me vuelvo a mi rincón manchego, cubierto por esa capa de ceniza nebulosa que tizna a cualquier paseante por las calles de Madrid.
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