El 28 de junio me es fasto. Las hojas de las vacaciones se abren a un volver de esquina y calendario (aunque les tengo pavura, ya que en mis vacas penco más que a lo largo de todo el año, escribiendo y leyendo sin tasa ni coto), y además es el kilómetro cero de mi anular cumple. Está cerca de la infinida mañanita de San Juan, esa del infante Arnaldos, que vio llegar a un marinero cantando su propio romance, y es la histórica fecha de la revuelta de Stonewall (1969), que marcó el inicio del movimiento reivindicativo gay. No soy gay, pero me caen muy simpáticos los gays y muchos de mis amigos son gays. También me caen bien los gnomos, las hadas y los longaevi. Quién sabe, igual hasta me vuelvo gay con el tiempo y me crece un vaporoso tutú sin naftalina. Pero no estoy para ponerme de pie sobre mi dedo gordo, porque me derrumbaría como una de las torres gemelas. Sé que eso de ser gay a algunos les da grima, y es algo que ni siquiera contempla su psique de aficionados al Real Madrid, e incluso al Madrid real, que es más sufrido, pero a mí me la repanfinfla; como no soy nada, es más, no tengo nada, y nací ayer, e incluso hace cinco minutos, debajo de alguna piedra o más probablemente del bordillo de alguna acera, ni siquiera tengo prejuicios, aunque me gusta estudiar los de los demás y a veces incluso los copio, por mimetismo camaleónico, no por convencimiento, porque, lo que se dice convencer convencer, nunca nadie me ha convencido de nada: tan tonto soy. Mañana me podría levantar gay como hoy me podía acostar azul prusia, bebido de manzanilla o hebefrénico. El 28 de junio, decía, es fecha curiosa; en La semilla del diablo, de Polanski, se refiere es fecha prevenida para orto del Anticristo, ese hijo de papá incierto con pezuñas cabrías y ojos de gato del natalicio final; también es la fecha en que brotó, con hacha y todo, de la cabeza de algún historiador, Enrique VIII, ese sucesor de Gilles de Rais, personaje por demás fascinante, ya que en alguna ocasión se lo tuvo por casto novio de la punzante doncella de hierro de Orleáns, Juanita de Arco, cuyo ejecutarse nunca terminó de plorar. Dizque desde entonces se perdió y no se volvió a encontrar, por más que dejara mariesposas muertas por el suelo (hablo de Guilles, que cortaba más que una Guillette). Enrique, su sucesor literario, buscaba heredero entre las piernas inglefrancas de sus cortesanas, alguna vez con un poco hablado mal francés, mientras que otro nacido el 28 de junio, el nutritivo suizo mendigo San Juan Jacobo, Rousseau entre nosotros, se deshacía de ellos en la inclusa muy ilustradamente. Los niñatos de hoy son más Juanjacos que Quiques, y muy suyos.
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