miércoles, 1 de junio de 2011
Leonard Cohen, o casi.
No puedo estar más de acuerdo con el premio Príncipe de Asturias, concedido al "depresivo no químico más poderoso del mundo" antes de que se muera del todo. Adoro la obra de este poeta canadiense, desde que en Bachillerato ya me leía algunos de sus poemas verdes y sus Flores para Hitler mi extraviado amigo, colega y poeta Fernando José Carretero Zabala, con quien quisiera tomar café alguna vez. Me extrañaba su naturalidad, eso de que escribía poemas en la mesa de la cocina, y la desvergüenza y crudeza de algunas de sus imágenes, por ejemplo cuando le presentaba a su amante un amigo que insistía en verla, y esta le dijo: "Dios, qué arcaico parece", adjetivo que le estaba que ni pintado. Tiempo más tarde pude degustar sus roncas canciones de fumador facineroso, en especial ese clásico, Suzanne, que transcurre como una plácida barca por un río y pone a Cristo como un marinero en lo alto del palo mayor; Berlín, con esos niños que miran tras los barrotes de la cuna y ese rencor hacia los malos, o ese antirromántico Chelsea hotel, cuando le dijo Janis Joplin que no se acostaba con feos, pero que con él haría una excepción, y evoco, retraigo y memoro también la hermosa canción que dedicó a Lorca y su estribillo, "Ay, Ay, Ay, Ay", que confunde el yo del idioma inglés con un quejío más lamento que flamenco. Vi un reportaje del que se me quedó retenido cómo, sin hacer caso de las preguntas que le hacían, se limitaba a contar anécdotas sobre los mendigos de Nueva York, que lo fascinaban, recién salido como estaba de una de sus periódicas fases de reclusión en un monasterio budista californiano a lo Gary Snyder. Inocente, se dejó engañar por una chica que se llevó todo su dinero, y ahora tiene que volver a trabajar, a sus años; menos mal, así podemos gozar más de su vino poético, que es un vinagre concentrado y salvaje.
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