Si tuviera que decir quién fue el mejor cantautor del siglo XX en español, no dudaría un solo instante: Cecilia. No es nada de nada, sino todo del todo. Su talento era tan grande que no cabía sólo en su voz, en sus letras, en su estampa: tiene la calidad de lo imborrable, el quid divinum, que dicen: impresiona, no se olvida y se repite porque nunca se tiene bastante de él, como si fuera una obsesión. Una canción suya empalidece cualquier otra y posee el poder de dinamitar todo el pasado que se asocia con ella. No es por la letra excelsa, ni por la voz honda, ni por la música, que es sólo un mero cortinaje para mejor contemplar ESO que fue Cecilia, en los cuatro años que duró y que sin embargo sigue durando. Una existencial tristeza, una genuina melancolía, una poesía que lo despanzurra todo. No hay palabras vacías en sus canciones y sí muchos abismos entreabiertos. Me enamoré de ella y de su mística cuando era un chaval; su muerte me dejó el corazón hecho pedazos ¿se nota? Se podría decir que su muerte ha sido para mí la última de sus canciones, porque me duele de verdad. A veces sueño con que logro resucitarla y hacer un clon de ella, me pregunto qué canciones imposibles haría hoy. Como si se pudiera recuperar la vida, y con ella, el tiempo en que las palabras tenían significado.
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