sábado, 23 de julio de 2011

Mi ventana

Cada ventana es una mirada fija en el tiempo. Selecciona y retrata una parte en la vida de una ciudad. Desde la mía se contempla un trozo de calle con bancos y árboles y una plazoleta con la fachada de una iglesia y un campanario coronado de palomas. A esa plazoleta acuden la vida, la muerte y la creación: bautizos, entierros, bodas... También la locura, la pobreza, la fe: una pobre mujer loca que viene a mear siempre en el mismo sitio, como si fuera un perro; una mendiga que se sienta en la puerta de la parroquia, una procesión de Semana Santa y un drogata que viene a fumarse su porro. Cuando ninguna persona se muestra, aparecen los demás habitantes: pájaros y palomas que vienen a comerse el arroz de las bodas, los restos de chuches y patatas fritas de los niños que alguna vez juegan en ella, los pocos pedacitos que se esparcen del barril de la basura, las manchas de vomitona de algún borrachuzo nocherniego secadas al sol. Por la mañana se ve tal vez a un barrendero,  a una persona esperando a un taxista, a grupos de viejos citados junto a la diputación esperando el embarque en un autobús o a turistas nórdicos sorprendidos ante esa especie de Gandalf de seis dedos que es la estatua del penitente, cagada preferente de los pajaritos mañaneros. Por la noche se ve a los vecinos que sacan a pasear al perro, perrito o perrazo. El resto del tiempo, jubilados y señoras y gente que va al colegio de abogados, al obispado, a la diputación o a misa, o estudiantes que van al colegio mayor que tienen las monjas y que aprovechan para atajar camino por el pasaje de la Merced. El sitio es tan recoleto y estrecho que, por lo general miran con desconfianza a cualquiera que se cruza en su camino, a ver si va a ser un atracador, un drogata o algo peor. De vez en cuando se estaciona un coche de policía, montando guardia Dios sabrá para qué: para controlar una manifestación ante la diputación, para guardar las espaldas de un político, para prevenir la posible huida de una operación policial, para... Qué más da. La plaza sigue allí, bajo las tormentas, los rayos, los truenos, los días de sol y viento, con sus escaparates de chollos a cien, sus tiendas de ropa, su casa de antiguo jerarca con hidalguía y sus pisos años sesenta, en donde antes estuvo el deprimido edificio de correos, con su claraboya decimonónica, y antes aún el Teatro Cervantes. El aparcamiento subterráneo abre su boca de dios ctónico, pero de él no asoma nunca nada. El hoyo subterráneo permanece invisible. Según qué semana, los árboles exhiben sus hojas verdes o amarillas, sus hombres del ayuntamiento podando o colgando collares de perlas eléctricas, sus nidos de pájaros, sus cagadas de paloma, su rumor inaudible, y los balcones sus espías indiscretos entre visillos. Los basureros se llevan el contenedor de curiosidades y guarrerías, los camiones vienen a descargar materiales de construcción o de mudanzas. Del antiguo convento adosado a la iglesia y reconvertido ahora en museo cuelga un pendón avisando de la última exposición, y una serie de cámaras exteriores vigila contra robos y contra posibles bombas etarras acarreadas por visitantes de Herrera de la Mancha. Los fines de semana acuden las viejas a sus novenas y sus devociones y los parroquianos endomingados. El lugar, que es céntrico, posee un prestigio vulgar y señoritil, y hasta una celebridad momentánea de TV escogió para casarse este lugar, con alfombra roja y todo y venta de fotos.

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