martes, 28 de febrero de 2012
Brasil, más amor que violencia.
Artículo de Juan Arias en El País hoy:
Me lo acaba de contar mi mujer emocionada. Ha venido de Rio hasta aquí, la pequeña ciudad de Saquarema, a 90 kilómetros en el autobús en el que viajan gentes de todas las categorías: catedráticos que prefieren vivir aquí e ir a enseñar a la Universidad cada día, jóvenes surfistas que vienen a disfrutar de las olas de este Atlántico, donde se celebran los campeonatos mundiales de dicho deporte, peones de albañil o empleadas domésticas que van a trabajar a la capital carioca.
En el autobús en el que vino ayer tarde mi mujer,viajaba una mujer negra con su pequeño en brazos. Estaba nerviosa porque tenía que bajarse un poco antes de la ciudad, pero no sabía exactamente donde. Mi mujer me contó que el autobús entero se solidarizó con la mujer. Ella iba dando los pocos datos que sabía de donde tenía que bajarse y cada uno de los viajeros empezó a ayudarle haciéndole preguntas: ¿Recuerda si es muy lejos de la playa? ¿Había cerca alguna tienda que pueda reconocer? Y así unos y otros. Hasta el conductor del autobús se envolvió en la conversación e in tentaba ayudar a la mujer despavorida a descubrir el punto en el que debía bajarse.
“Es increíble como todo un autobús acabó siendo solidarizó con aquella mujer negra”, me contó mi mujer, que es brasileña de primera generación, pero de padres judíos huidos de Polonia. Me cuenta que su padre, que había venido con 14 años, amaba tanto este país, que consiguió naturalizarse brasileño con años de esfuerzos y burocracias infinitas
.
Cuando por fin, entre unos y otros, la mujer negra pareció reconocer el lugar donde debía bajarse, cuando vieron que nadie la esperaba, hasta el conductor, conversando con los viajeros comentó: “Es que da mucha pena esa mujer con su pequeño ahí sola, sin que nadie la espere”. Y la conversación preocupada después de la mujer haberse bajado fue “Dios quiera que no se haya equivocado”.
Les cuento esta historia porque es real, porque es aún caliente, porque me la ha contado mi mujer que no es fácil de emocionarse y lo estaba. Y lo cuento porque el domingo pasado estuve almorzando aquí con la esposa de un alto ejecutivo, un ingeniero que trabaja en grande compañías de petroleo. Son alemanes y han vivido ya en siete países. Tienen una casa preciosa en la Floresta Negra en Alemania, y han decidido jubilarse y vivir aquí, en un pedazo de tierra, rodeada de casas de trabajadores pobres.
Le pregunté por qué habían preferido jubilarse aquí. Y me respondió: “Mira, Juan, en Alemania casi todo el mundo tiene de todo y más. No hay pobres, porque hasta los pobres de allí serían ricos aquí. Y sin embargo la gente está siempre descontenta, irritada, encerrada cada una en su mundo. Aquí, no. Yo hablo con todos, todos me saludan, me ayudan cuando no entiendo el portugués, veo sólo caras sonrientes y me encanta la facilidad que tienen para divertirse y estar alegres con nada. Y me llena mucho ese espíritu de familia que se respira entre los pobres y el grado enorme de solidariedad que demuestran cuando alguien está necesitado.
¿Qués es una historia menor? ¿ Qué no tiene gran calado político? ¿Qué también hay brasileños insolidarios? ¿Ricos encerrados en sus castillos sin querer ver la miseria que les rodea? Todo cierto. Y sin embargo, no he visto a un europeo que haya vivido en Brasil y que se haya querido marchar voluntariamente por falta de afecto de sus gentes, de simpatía y de sentido de acogida.
De las miserias de Brasil que las hay y muchas hablaremos otro día, aunque ya lo hemos hecho muchas veces. Ayer, en aquel autobús, cualquier europeo se hubiese sentido por lo menos sorprendido de que todos los viajeros se preocupasen de donde tenía que bajarse. Y era una mujer negra.
Sí, sí, también hay racismo en Brasil, pero hay también hay autobuses con pasajeros solidarios y alemanes ricos que prefieren vivir en un pueblo de pescadores donde no hay cines, ni museos, ni nada que huela a lujo. Ellos no tienen ni agua corriente.
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