Voy a inmortalizar aquí, sin decir nombres, a dos casos perdidos de oradores académicos de los que nos hubiera valido más se dedicaran al reparto del butano, esos que aburren a las ovejas, al pastor, al lobo, a las moscas, a los mosquitos, a los gusanos, a las hormigas, a las plantas, a las nubes, al sol y hasta a las células de cualquier órgano vivo en general. Son empedernecedores, es decir, te petrifican, como la hija de Equidna, Medusa. Recuerdo una profesora que me hizo odiar hasta el vómito la Geografía: era de voz monótona, ultrabaja, indiscernible, no vocalizada, sin entonación alguna, sosa y tartamuda, lo peor de todo, movía la cabeza con un tic convulso y continuo de un lado para otro de forma tan hipnótica que sólo con un gran esfuerzo de voluntad podía permanecer uno despierto, y permanecía toda la clase sentada haciéndose odiar. Oscurecía de forma irremediable los conceptos, embarullaba los conocimientos y transformaba cualquier cuestión interesante que por milagro pudiera entrometerse en lo más anodino y cerril del mundo, todo lo sumía en las tinieblas del tedio. Si le preguntabas, respondía desde algún universo paralelo donde se debatía una cuestión diferente de la que habías preguntado y donde sobrevivían a duras penas Vladimir, Estragón y Pozzo. Era capaz de agrietar el entusiasmo del más rendido devoto a la materia; a mí me despertaba una cólera inclemente y sin fin. Creo que aún se me nota alguna.
Otro era un profesor de historia de la universidad manchega. Era el rollo macabeo personificado, una copia menos mala, si algo así es posible, de la anterior, ya que por lo menos su ridícula vanidad podía dar cabida al humor y la burla disimulada; la anterior, por lo menos, tenía la grandeza que da la pureza de lo horrible sin hipocresía ni tapujos; en este, por el contrario, se percibía el enanismo de lo ridículo, la desproporción evidente entre lo nada que enseñaba y lo mucho que creía enseñar. Todo en él era paja, paja, paja, paja, paja continua y sin parar, referencias de que no había leído sino los títulos, ignorancia, pocas luces, rollo patatero, falta de concepto, huevos sin abrir, explicaciones que no explicaban, burbujas de palabrerío sin sentido; parecía tema para una obra de Juan Benet, no digo más. Era eso: un eco huero, una presunción, una caja vacía, una nota a pie de página que remitía a ninguna parte. Un solo profesor así basta para desacreditar para siempre a una universidad.
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