Dos artículos del economista Antón Costas sobre el problema de nuestro tiempo, la desigualdad:
I
Antón Costas, "La desigualdad asesina la democracia", en El País, 2-XI-2014:
La desigualdad económica se ha convertido en la enfermedad social de nuestro tiempo. Las diferencias en la distribución de la renta y de la riqueza dentro de nuestros países alcanzan niveles similares a los del periodo de entreguerras del siglo pasado. Estamos viviendo una segunda Gilded Age, una nueva época dorada en la que creación de riqueza y desigualdad van de la mano.
Esta enfermedad ha sido documentada de forma abrumadora, contundente y brillante por el joven economista francés Thomas Piketty en su reciente y exitoso libro El capital en el siglo XXII, un verdadero best-seller con más de 200.000 ejemplares vendidos de la edición francesa e inglesa.
Aunque el retorno de la desigualdad es común a todas las economías, la investigación de Piketty permite identificar diferencias significativas entre ellas. Por un lado, los anglosajones, con EE UU a la cabeza. Por otro, los países nórdicos y centroeuropeos en los que la desigualdad ha aumentado, pero de forma más moderada. En tercer lugar, los países del sur, como España, donde sin llegar a los niveles de los primeros es muy superior a los segundos. Todas son economías capitalistas, pero con diferencias tan significativas que permiten hablar de distintos sistemas capitalistas dentro del capitalismo.
Por otro lado, esta nueva Gilded Age no distingue entre sistemas políticos. Lo sorprendente a mi juicio, por lo que ahora diré, es que las democracias occidentales no se salvan de esta enfermedad.
¿Nos debe preocupar la desigualdad? Quizá la señal más reveladora de su gravedad es ver cómo instituciones nada sospechosas de arrebatos anti sistema como el FMI, el Banco Mundial, la OCDE, Financial Times, The Economist, Mckinsey, Morgan Stanley, Standard & Poor's o Credit Suisse están alzando su voz para advertir a los gobiernos de las consecuencias de la desigualdad. Cuando, por así decirlo, los “intelectuales orgánicos” del capitalismo manifiestan este dramatismo es que algo va mal en el sistema.
En contraste con esta preocupación, la desigualdad no está en las agendas de los gobiernos. O no les preocupa o por alguna razón temen hablar de ella.
Las diferencias en la distribución de la renta está en el nivel del periodo de entreguerras del siglo XX
En todo caso, ¿por qué la democracia no frena el crecimiento de la desigualdad?
En principio, la democracia es el sistema político mejor dotado para que los ciudadanos puedan obligar a los gobiernos a tener en cuenta el interés general. La razón es que en democracia cada persona tiene un voto. Hay igualdad política. Y como los perjudicados por la desigualdad son mucho más numerosos que los que se benefician de ella, se podría pensar que sumarán sus votos para castigar a los gobiernos cuyas políticas incrementen la desigualdad.
Pero no es así. Al contrario, hay evidencia en estos años de que los gobiernos no sufren castigo electoral por este motivo. ¿Cómo explicar esta paradoja? Podemos plantear tres hipótesis.
Primera: porque la desigualdad económica produce desigualdad política. La desigualdad de renta y riqueza descapitaliza políticamente a los pobres. Hace que sus votos pierdan influencia. Si medimos la igualdad política en términos de capacidad de acceso al poder, vemos que los políticos son más sensibles a las preferencias de los ricos que a las de los pobres.
Segunda: los pobres, y en particular los excluidos, tienen poca propensión a votar, o no votan. Se autoexcluyen políticamente.
Tercera: las élites consiguen desviar la atención sobre la desigualdad. A lo largo de la historia vemos que cuando la desigualdad se agudiza, el discurso político introduce preocupaciones como el nacionalismo, el miedo a los inmigrantes o cuestiones religiosas de gran carga emocional para los pobres. La política populista sustituye a la política democrática.
Como vemos, la desigualdad asesina la democracia. Debilita la influencia de los votos de los que tienen pocos recursos económicos y reduce la igualdad política.
Llegados a este punto, ¿cómo reducir la desigualdad?
Podríamos pensar que los impulsos acabarán viniendo desde arriba. Las preocupaciones de las instituciones a las que hecho referencia acabarán surtiendo efecto. Surgirá un egoísmo inteligente, o un sentimiento compasivo de los ricos que favorecerá la reducción de la desigualdad. Es bonito, pero es improbable. Como dijo en los años de la primera Gilded Age el novelista norteamericano Scott Fitzgerald, autor de Las uvas de la ira, “los muy ricos son diferentes a usted y a mí”.
Una alternativa más plausible es fortalecer la democracia. Pero, ¿cómo?
Volvamos la vista atrás. ¿Cómo se logró en los años de postguerra acabar con la Gilded Age? Fortaleciendo la igualdad política. Mecanismos como el sufragio universal, instituciones sociales de control, salarios mínimos, liberalización de mercados cartelizados, nuevas oportunidades para los de abajo crearon un nuevo contrato social que dio lugar a tres décadas de relativa igualdad. Los mejores años de nuestras vidas. El miedo a repetir los errores de la Gran Depresión y la II Guerra Mundial actuó como un facilitador de ese New Deal. La colaboración de conservadores y socialdemócratas le dio soporte político y estabilidad.
¿Puede ahora el miedo a las consecuencias de la desigualdad económica ser un acicate para un nuevo contrato social y político que fortalezca la democracia y reduzca la desigualdad? Esperemos que así sea.
Antón Costas es catedrático de Economía en la Universidad de Barcelona.
II
Antón Costas, "El fatalismo de la desigualdad inevitable. Las preferencias del conjunto de la sociedad deben pesar más que las de los muy ricos", en El País, 29-III-2015:
La desigualdad económica es posiblemente el fenómeno más perturbador al que se enfrentan en este inicio del siglo XXI los sistemas políticos democráticos de nuestros países, así como también el propio sistema de economía de mercado, el capitalismo.
La razón es que la desigualdad es un poderoso disolvente del pegamento que una sociedad pluralista y una economía de mercado necesitan para poder funcionar de forma eficaz. La materia de ese pegamento invisible es la confianza social. Esa confianza es la que facilita la cooperación tanto en el seno de la sociedad como en el de las empresas. En la medida en que disminuye la confianza, la desigualdad impide la cooperación y la existencia de un proyecto de futuro compartido.
En este sentido, quienes se deberían preocupar más por la desigualdad son los partidarios de la libre empresa. Tienen que recordar que el núcleo moral que legitima el sistema de economía de mercado no es la rentabilidad ni la eficiencia, sino las oportunidades de progreso social que es capaz de ofrecer, especialmente a aquellos que más las necesitan.
Para aquellos para los que este argumento moral no sea suficiente, hay que recordar que la desigualdad también perturba el crecimiento económico. La investigación académica y de instituciones como el FMI o la OCDE de los últimos años es concluyente: la desigualdad daña el crecimiento y hace al capitalismo más volátil, más maniaco depresivo de lo que ya lo es por naturaleza.
¿Cómo explicar este desinterés del sistema político tradicional por la desigualdad?
Existen dos posibles explicaciones, no excluyentes entre sí.
La primera es que, conscientes o no, las políticas de los Gobiernos están respondiendo más a las preferencias de los muy ricos que a las del resto de la sociedad. A medida que la desigualdad ha ido aumentando a lo largo de las tres últimas décadas, la capacidad de influencia política de los muy ricos ha ido aumentando. Un ejemplo paradigmático es la agenda fiscal mínima que, desde EE UU, se ha ido imponiendo en todos los países desarrollados. Pero hay otros muchos ejemplos.
Es un hecho que los ricos son más influyentes a la hora de introducir sus intereses y preferencias en la agenda política. Lo que no está claro es cómo lo consiguen. La vía parece ser la desigualdad en la representación política. De la misma forma que los economistas calculan el índice de Gini para medir la desigualdad económica, algunos politólogos han buscado calcular un índice de Gini de la desigualdad de representación política. Los resultados son muy ilustrativos. Cuanto menos representativas son las cámaras altas de un país, mayor es la desigualdad.
La segunda explicación es que los Gobiernos han aceptado sin más la idea de que la desigualdad es una consecuencia inevitable del juego de las fuerzas del mercado frente a la que no se puede luchar. Esta creencia está muy extendida, especialmente entre los economistas y las élites. Por un lado, las nuevas tecnologías y la robótica inteligente producirían una inevitable desigualdad de ingresos entre los más y menos capacitados en el dominio de estas tecnologías. Por otro, la globalización, en la medida en que pone a competir a los trabajadores de distintos países, reduciría de forma inevitable los ingresos de los trabajadores de países con salarios altos. Las fuerzas del mercado actuando como la fuerza del destino en la tragedia griega clásica.
Este fatalismo de la desigualdad inevitable no tiene fundamento. Los Gobiernos pueden influir en las pautas que siguen el progreso técnico y la globalización. Esas fuerzas ya operaron en el pasado y, con la ayuda de políticas e instituciones sociales y regulatorias adecuadas, fueron fuentes de progreso social y de aumento de oportunidades para todos. Las fuerzas del mercado se comportan como un caballo de carreras, que dejado a su libre albedrío puede ir hacia cualquier lugar, pero embridado puede llevarnos a la meta que deseemos.
Las causas fundamentales del crecimiento de la desigualdad no están en las fuerzas del mercado, sino en los cambios políticos que tuvieron lugar a partir de finales de los años setenta. Esos cambios no eran inevitables. Y son reversibles.
De hecho, la fotografía de la evolución de la desigualdad en los países desarrollados ofrece caras muy diferentes. Allí donde las políticas operaron en la dirección adecuada, esas fuerzas del mercado no han producido mayor desigualdad. Al contrario, se ha logrado reducirla. Por desgracia, ese no es el caso de España, que se ha puesto a la cabeza de la desigualdad en la UE.
No hay ningún fatalismo en las fuerzas del mercado. El crecimiento de la desigualdad no es una tendencia inevitable.
Pero que no sea inevitable no significa que vaya a ser fácil revertirla. Se necesitarán políticas y acciones de muy diferente tipo. Probablemente lo más importante es lograr que las preferencias del conjunto de la sociedad pesen más que las de los muy ricos en las prioridades de las políticas públicas. Para ello, la representación política en nuestras instituciones tiene que reflejar mejor las preferencias de las clases medias y trabajadoras.
Tengo para mí que ese es el sentido de la fuerte demanda de cambio político que hay en España. Por eso, la próxima legislatura debería ser profundamente reformista.
Antón Costas es catedrático de Economía en la Universidad de Barcelona.
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