Lo escuché en una serie. Un histórico rey vikingo, Ragnar Lodbrok, advertía a su hijo de algo que se podría aplicar a los indignos que gobiernan: "El poder siempre es peligroso; atrae a los peores y corrompe a los mejores. Yo nunca pedí el poder. El poder solo se da a aquellos que están dispuestos a ponerse de rodillas para cogerlo".
Pero esta memorable sentencia es en realidad un aforismo del filósofo anarcoecologista Edward Paul Abbey, al que alguna vez he citado en estas páginas; el cuco guionista, Hirsch, hace un guiño a los paganos de esta época; no sé cómo ha podido pasar desapercibido; supongo que habré pasado por alto otros huevos de pascua como estos.
Pero esta memorable sentencia es en realidad un aforismo del filósofo anarcoecologista Edward Paul Abbey, al que alguna vez he citado en estas páginas; el cuco guionista, Hirsch, hace un guiño a los paganos de esta época; no sé cómo ha podido pasar desapercibido; supongo que habré pasado por alto otros huevos de pascua como estos.
Así que una cierta televisión merece la pena. Yo la sigo poco: el programa de Wyoming en la sexta (aún recuerdo cuando actuó, en compañía del Reverendo pianista, en el hoy difunto cafetín de San Pedro, allá por La Movida) y algunas series, la mayoría con algún trasfondo histórico o moral. Son los dos ganchos que más me atraen. La minimalista y efímera The booth at the end; la sueco-danesa Bron / El puente, Vikingos, Mad men, son las que intento seguir si puedo; me gusta también Juego de Tronos por su guion, fantasía y personajes. Aprecio mucho Perdidos, Breaking bad, Sin rastro y Dexter, y recuerdo muy vívidamente, de hace ya muchísimo tiempo, magníficas series inglesas como Yo Claudio, Retorno a Brideshead, El topo, Sherlock Holmes, Arriba y abajo, Todas las criaturas grandes y pequeñas, Soldado y yo y las más modernas Skins, Sherlock y Torchwood. Tenían para mí mucho encanto otras americanas más esquemáticas como Star trek, Luz de luna, Lou Grant, Colombo, Malcolm, Dallas, Urgencias, Medium, House, Expediente X y las primeras temporadas de CSI las Vegas, hasta que empezaron a imitarse a sí mismos. No estaban mal Hermanos de sangre y Pacific y se dejan ver Black sails y Walking dead pese a sus truculencias y casquerías. El resto no me interesa, no las he visto, no las recuerdo o solo aprecio algún que otro episodio o temporada.
Entre las españolas, disfruté con El pícaro, Anillos de oro, Turno de oficio, Curro Jiménez, La huella del crimen y Siete vidas; no tengo otras, aunque digan que las nuevas han mejorado mucho y alaben otras antiguas; el caso es que no tengo tiempo ni paciencia para verlas, aunque sí podría volver a ver otra vez con igual asombro que entonces una serie más profunda y que, a diferencia de todas ellas, trata de cosas perennes, importantes y que no pueden pasarse por alto; me refiero a Barrio Sésamo. Un solo diálogo entre Epi y Blas tiene más frescura filosófica que un programa del pedantísimo Punset; Epi tiene mucho del alegre Epicuro y Blas no poco del amargado Blas Pascal.
Pero, si desean saber de una joya, por desgracia ya ausente de las ondas y realmente difícil de conseguir, deben saber que ese timbre corresponde a Mochileros (Backpackers), un programa realizado por tres amigos australianos en que contaban sus andanzas por toda Europa recorrida de cabo a rabo durante un año sabático que se tomaron tras acabar los estudios. Es un programa realista a más no poder y, desenfadadamente, en forma de diario, estos tres jóvenes e ingenuos australianos sin un duro hacen turismo de alpargata documentándolo todo en vídeo para después hacer la serie de que tratamos; sufren todo tipo de aventuras y penalidades con humor y optimismo, ingiriendo a veces más basura-comida que comida basura, y se inventan una gastronomía de subsistencia que daría hambre al mismo Ferrán Adriá. Aparte los momentos desternillantes, interesa siempre y desborda autenticidad y humanidad: se juntan con otros mochileros de diversos países, se enamoran, se desenamoran, se juntan, se reúnen, se cabrean y terminan con síndrome de Stendhal o abocados al nihil admirari horaciano. Nos vamos identificando con ellos y aprendemos a sobrevivir sobre el terreno con lo mínimo, mientras se pasean con una furgoneta descacharrada a la que para más inri llaman "Van Damme"; cuando se rompe la correa de transmisión en mitad de la nada, logran arreglarlo sustituyéndola, milagros del ingenio, con el elástico recortado de unos calzoncillos. Se emborrachan en la fiesta de la cerveza alemana y les roban una cámara; en Praga terminan para el arrastre saliendo de un seto y sin recordar nada tras colocarse con fée vert (ajenjo) en Praga; filman a un fantasma en Escocia; se dejan caer por una cuesta abajo imposible en Inglaterra en medio de quesos rodantes en nombre de la estupidez; se congelan de frío y humedad en Irlanda; los visten de rojo en la tomatina de Buñol; se cagan de miedo en los encierros de Tafalla; les pillan con marihuana en los Pirineos; roban el cartel de carretera de Fucking en Alemania; hacen chistes con el nombre de Peñíscola en España; logran colarse en un balneario de lujo de montaña... El resultado apercibido al final de tantas aventuras y dislates es que se convierten en personas maduras, con un fin en la vida y las cosas claras. Realmente han crecido como personas; valoran la experiencia como positiva y la recomiendan; representan más edad de la que tienen y ya saben discriminar qué es importante y qué no lo es. Precisamene porque no se trata de una serie de ficción, ni de un viaje turístico que es solo una sucesión de postales, sino de un verdadero viaje, un viaje iniciático.
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