Si uno quiere encontrar a la vieja guardia de Ciudad Real solo tiene que acercarse a los bares del centro un domingo algo después de misa mayor; son los únicos que abren a esas horas y a la misma fauna. Cualquiera que entre entonces verá los mismos corrillos, oirá los mismos temas de conversación, percibirá las mismas miradas de náufrago en busca de barco; son miradas ansiosas, que buscan reconocerse en otros ojos, unas señas de identidad común. Si usted quiere pedir algo, más le vale que no sea un humilde sandwich vegetal: eso es imposible conseguirlo aquí un domingo, hagan la prueba.
Ciudad Real no ha cambiado desde que eché raíces en ella; quizá yo tampoco. Los muertos no cambian. Su mejor parte, que es la nueva, está sin duda en las afueras, porque su corazón está podrido y carece de árboles, de fuentes brolladoras, de rosales; los jardineros quieren ahorrar en espinas, los barrenderos en hojas, los técnicos en problemas de hidráulica; es lo que produce la indolencia municipal, una completa falta de vida. Hace poco han cerrado tascas legendarias como La Dolores o La Abuelita, y otras se han despersonalizado muchísimo, como el Guridi, que ahora es un restaurante que pretende tener ínfulas, pero ni siquiera tiene ya periódicos. Ahora se va a esos lugares como mucho a ver un partido de fútbol o a tragar cantidades ridículamente menudas de exquisiteces, no desde luego a leer o a conversar; digo conversar, porque chismorrear sí es algo que se hace en estos pagos, y mucho. A Dios gracias, todavía se puede pasar al Living Room, que tiene de todo, incluso futbolines o partituras como la del Paseo del bebé elefante; o a legendarios lugares de fachas, como el solitario Café de París o el Bastón, que conserva sus deliciosas tortitas de nata, sus vejestorios, sus cazadores fachas del Club de campo. Uno prefiere desde luego La ferroviaria, que tiene algo misterioso no sé si por el océano que contiene el gimnasio cercano o por el ambiente bohemio que le da la cercanía del conservatorio y el gigantesco parque aledaño; no ha mucho vi allí una contienda de raperos muy concurrida. También están vivos otros lugares de las afueras, alrededor de Las Vías, por el polígono. En el Zahora hay un campeón de coctelería, pero sin duda el café más pijo y concurrido es Martina, en la calle Toledo, amueblado con buen gusto. Otro donde se come muy barato, seis euros y medio, es la taberna de la Escuela de Ingeniería Técnica Agrícola. Los bares de las Terreras siguen siendo también los de consumición más económica, y tienen periódicos. Y para jugar al ajedrez hay que irse al cutre Zaire, hoy propiedad de chinos, o al Living; también es un lugar idílico el culto tabernáculo de la Madriguera. Las calles mejores para recorrer son Libertad y Real, con sus aledaños, aparte de las rondas, cuanto más lejanas del pútrido centro mejor.
Ciudad Real no ha cambiado desde que eché raíces en ella; quizá yo tampoco. Los muertos no cambian. Su mejor parte, que es la nueva, está sin duda en las afueras, porque su corazón está podrido y carece de árboles, de fuentes brolladoras, de rosales; los jardineros quieren ahorrar en espinas, los barrenderos en hojas, los técnicos en problemas de hidráulica; es lo que produce la indolencia municipal, una completa falta de vida. Hace poco han cerrado tascas legendarias como La Dolores o La Abuelita, y otras se han despersonalizado muchísimo, como el Guridi, que ahora es un restaurante que pretende tener ínfulas, pero ni siquiera tiene ya periódicos. Ahora se va a esos lugares como mucho a ver un partido de fútbol o a tragar cantidades ridículamente menudas de exquisiteces, no desde luego a leer o a conversar; digo conversar, porque chismorrear sí es algo que se hace en estos pagos, y mucho. A Dios gracias, todavía se puede pasar al Living Room, que tiene de todo, incluso futbolines o partituras como la del Paseo del bebé elefante; o a legendarios lugares de fachas, como el solitario Café de París o el Bastón, que conserva sus deliciosas tortitas de nata, sus vejestorios, sus cazadores fachas del Club de campo. Uno prefiere desde luego La ferroviaria, que tiene algo misterioso no sé si por el océano que contiene el gimnasio cercano o por el ambiente bohemio que le da la cercanía del conservatorio y el gigantesco parque aledaño; no ha mucho vi allí una contienda de raperos muy concurrida. También están vivos otros lugares de las afueras, alrededor de Las Vías, por el polígono. En el Zahora hay un campeón de coctelería, pero sin duda el café más pijo y concurrido es Martina, en la calle Toledo, amueblado con buen gusto. Otro donde se come muy barato, seis euros y medio, es la taberna de la Escuela de Ingeniería Técnica Agrícola. Los bares de las Terreras siguen siendo también los de consumición más económica, y tienen periódicos. Y para jugar al ajedrez hay que irse al cutre Zaire, hoy propiedad de chinos, o al Living; también es un lugar idílico el culto tabernáculo de la Madriguera. Las calles mejores para recorrer son Libertad y Real, con sus aledaños, aparte de las rondas, cuanto más lejanas del pútrido centro mejor.
Hoy llueve en esta ciudad de pena o esta pena de ciudad, por donde suelen rondar muchos gatos discontinuos; ha escampado un momento y me ha cagado una paloma, condecoración que le agradezco porque dicen que trae suerte; sin embargo los domingos está deshabitada; unos pocos jóvenes se libran de la lluvia sentándose frente a un cajero automático. Fiel al club de la lluvia al que pertenezco, paseo mirando los árboles azotados por la ventolera y por el Ayuntamiento (perdón por la obscenidad); la lluvia me ha vuelto afectuoso con las cosas que pasan desapercibidas cuando hace sol, pero que al cambiar la luz adquieren unas inusitadas proporciones; luego vuelven los días laborables y con ello toda una malsana e insoportable cotidianidad, en la que, sin embargo, absorbo directamente la luz del sol como una bendición; es de las pocas cosas que, con la cercanía de mis seres queridos, hacen digna de vivir la vida.
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