Juan Bonilla, "Eugenio d'Ors, de ángel a mineral", en El País, 24-V-2017:
No se trata de ser joven o viejo sino de convertirse en mineral o ángel, dijo al final de sus días el autor de 'Tres horas en el Museo del Prado'. Ahora una minuciosa biografía de Javier Varela sobre el escritor barcelonés, Premio Gaziel de Biografías y Memorias, examina con detalle y sin la menor complacencia la personalidad exacerbada del escritor
Como casi todas las buenas historias, la biografía de ese ser contradictorio y fascinante que fue Eugenio d'Ors -escrita por Javier Varela y ganadora del Premio Gaziel 2016 de Biografías y Memorias y titulada Eugenio d'Ors (1881-1954), publicada por RBA- cuenta una transformación. Al fin y al cabo eso es la Historia: transformación. Aunque en este caso parezca una transformación que se muerde la cola. La de Eugenio d'Ors aparentemente no puede ser más espectacular: pasó de ser un nacionalista catalán radical en su brillante juventud a un falangista imperial en su decadente vejez. Pero en realidad el cambio sólo estaba en la etiqueta: no tuvo que dar ningún volantazo para que se operara esa violenta transformación.D'Ors lo recubría todo de tal conceptismo barroco, y apelaba con tan buena prosa a las imposiciones de las circunstancias (no en vano era un escritor de diarios más que un filósofo, por mucho que Aranguren tratase de estudiar y definir La filosofía de Eugenio d'Ors), que se diría que todo podía mutar menos él: o sea, siguiéndolo se alcanza la eficaz convicción de que el nacionalismo catalán y el falangismo tampoco eran tan distintos, un mismo club con diferente equipación dependiendo de dónde jugara. Varela ha escrito un libro extraordinario que sigue muy de cerca a su personaje a través de las huellas que este fue dejando, que fueron miles dada su grafomanía incurable. Hacia 1903 pululaba por Barcelona un grupo de catalanistas imperiales que defendían que más que separarse de España, Cataluña debía aspirar a conquistarla -en los años 20 el poeta Foix escribiría un ensayo con esa misma médula: el futuro de la península, Lisboa incluida, pasaba por catalanizarse-. Entre esos intelectuales estaba el singular Francesc Pujols, más humorista que pensador si se considera oxímoron ser un pensador humorista. Fue el que declaró de modo memorable que "llegaría el día en que los catalanes podrían ir por el mundo entero con todo pagado". D'Ors, amigo de Pujols, no llegaba a tanto: se proponía una síntesis entre Cataluña (apolínea, armónica, ágil de colores y formas) e Iberia (dionisíaca, incivil, perezosa y trágica). Durante años, en su Glosari, representaba lo ibérico con trazo grueso: la sirvienta que vacía un orinal en plena calle, las ovejas que los campesinos hacen desfilar por una calle de Madrid, en contraste con la Cataluña fina, la Cataluña civil que él encarnaba. Ajeno a lo pompier -aunque terminó siendo más pompier que nadie- d'Ors, aún muy joven, se convirtió en la voz de Cataluña, un intelectual -más que un escritor- que proponía un sistema que afectaría a la ética y a la estética (y no es casual desde luego que sus páginas estéticas mantengan hoy un vigor que las otras, tan llenas de bizantinismos, han perdido). Muestra muy bien Valcárcel cuál fue el doble juego de d'Ors cuando su discurso empezó a desafiar al viejo catalanismo -mucho más humilde que el suyo, más aldeano, menos dado a la grandeza histórica, aunque a veces, como en el caso de Pujols, parezca que en esa grandeza no tiene más remedio que haber mucho del mero humorismo de quien no quiere darse cuenta de que las palabras queman-. En Cataluña se presentaba como víctima del centralismo y se refugiaba, a la manera de tanto político de hoy, en la seguridad de la sinécdoque: quien atacaba a d'Ors estaba atacando a Cataluña. Sin embargo fuera de allí, reprochaba al nacionalismo su cerrazón. Cuando escribía para periódicos catalanes, echaba pestes contra Castilla. Cuando escribía para periódicos de Madrid, todo eran loas a la Institución Libre de Enseñanza, a la poesía de Juan Ramón, y a las fiestas intelectuales del Museo Pedagógico de Cossío. No cabe discutirle a d'Ors su magnitud como crítico estético, alentador de un movimiento de transición entre el XIX y la nueva era como el Noucentisme: supo ver antes que nadie que el modernismo ya era viejo, que el simbolismo había gastado todas sus balas y propuso un arte nuevo que ampliara las fronteras de las disciplinas estéticas para adquirir verdadera relevancia social. Pero cuando el testigo lo recogieron los violentos vanguardistas, la posición de d'Ors -según consigna Juan Manuel Bonet en su Diccionario de las Vanguardias en España- fue ambivalente. Ambivalente es un buen adjetivo para definir a casi todo d'Ors: todo lo de los demás le causaba escepticismo y todo lo suyo entusiasmo -y no se olvide que entusiasmo, etimológicamente, significa "estar habitado por un Dios"-. No es raro, pues, que d'Ors usase y abusase de las metáforas angelicales para definir su propia filosofía -sin alcanzar a definirla nunca, convencido como estaba de que una definición es una derrota-. Pero apenas cabe duda de que, de su obra, lo que mejor ha resistido el paso del tiempo es precisamente el apunte de arte (no en vano sus libros más vivos son Tres horas en el Museo del Prado, Arte de entreguerras o Arte vivo). En la biografía de Varela seguimos los aconteceres de una vida expuesta desde bien temprano, una vida en primera línea, con conciencia, a veces muy inflada, de influencia en la realidad. De ahí que sus vaivenes fuesen tomados por el propio d'Ors como vaivenes de toda la época: su defenestración en la primera línea catalana era un hundimiento de Cataluña, su llegada a Madrid, en 1921, una prueba de que Iberia resucitaba de su sueño. D'Ors era un dandy, un seductor, "un bienqueda" con todo el que pudiera facilitarle un peldaño que escalar. "No he encontrado nunca mejor gestor de una obra propia", le definió Mircea Eliade, al que estuvo a punto de convencer de que Rumanía se merecía que apareciesen las Obras Completas de d'Ors traducidas al rumano. Sus cartas a Ortega dan un poco de vergüenza ajena, ofreciendo una pleitesía que en cuanto pudiera iba a volver epigrama. Una cosa es cierta: cuando d'Ors ejercía de epigramista, no tenía comparación. Acerca de Azorín dijo: "En cuanto a este, es una pianola. Y como el que se cansa tocándola es él...". Lo malo de un epigrama tan bueno es que leyendo el fecundísimo Glosario de d'Ors, la frase puede aplicársele al propio d'Ors. Es indiscutible su calidad de página, pero en cuanto se juntan un montón de páginas suyas, la calidad empieza a resultarnos tan cansina como una de esas conferencias en las que alguien enlaza tantas frases memorables que al final uno no se acuerda de ninguna.Su sueño imperialista le prestó la tentación de hacerse realidad con la llegada de la guerra. El golpe de Estado con que dio comienzo le pilló a d'Ors en París. No le cupo duda alguna de que su sitio estaba en Pamplona, donde contó con la camaradería del cura falangista Fermín Yzurdiaga y donde pronto empezaría a editarse el Arriba y la revista negra de falange Jerarquía, cuyo pomposo subtítulo era: Guía nacionalsindicalista del imperio, de la sabiduría, de los oficios. Varela describe así a Yzurdiaga: "Un orsiano, no sólo por su cordial adhesión a la doctrina imperial y romana, sino por su afición a la escenografía": La escenografía de aquellos días no podía alentar más a d'Ors, eran días de cruzada, de guerra de la fe contra la herejía, la guerra del azul angélico contra el rojo bárbaro del invierno moscovita. D'Ors fue recibido con todos los honores, y en seguida empezó a publicar de nuevo su Glosario. En palabras de Varela: "El Glosario comenzó a publicarse de nuevo con la mayor naturalidad el día 10 de agosto, exhibiendo una manera de impasibilidad, como si los incidentes de la historia española fueran cosa de poco, incapaces de salpicar las alturas en que se hallaba el glosador. Las palabras talismanes de d'Ors recobraban vigor: Tradición, Estilo, Clasicismo, Ángel. Por supuesto, el bando nacional lució a d'Ors en su equipo titular de intelectuales donde compartía alineación con Torrente Ballester, Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Sánchez Mazas o Giménez Caballero. Es impagable el episodio en que Varela nos cuenta la jura como caballero falangista de d'Ors en la iglesia de San Agustín. El que fuera gran escenógrafo antaño no tenía el menor empacho en volverse ahora un bufón.De ser intelectual del bando nacional pasó, una vez terminada la guerra, a amenizar los salones del Madrid de la posguerra, filósofo de cámara de una nobleza de escasa cultura, en expresión de Varela. Un marqués le preguntó a d'Ors si podría resumir en cuatro palabras el existencialismo, y d'Ors por supuesto podía, soltaba uno de sus epigramas -sin importarle que ya lo hubiera soltado antes para definir la fenomenología- y todos contentos: "El existencialismo es un método para escribir sin amenidad y sin precisión lo que el poeta escribe con amenidad y sin precisión y el científico con precisión pero sin amenidad". Si le hubieran pedido a d'Ors las definiciones para los crucigramas del domingo, hubiéramos tenido los mejores crucigramas de la historia del periodismo.¿Qué papel hay que darle a d'Ors dentro de nuestra filosofía? Como se apuntó antes, Aranguren le dedicó su primer libro situando a d'Ors al nivel de Leibniz y Hegel. "Rara vez en la historia del pensar podrá encontrarse un núcleo de ideas, unitariamente organizadas, jerárquicamente independientes y tan coherentemente aplicadas", dice el joven Aranguren. Pero ¿cuál era ese sistema o en qué consistía ese núcleo de ideas que desplegaban un sistema que merecía el nombre de orsismo?, se pregunta el biógrafo de d'Ors. Y la respuesta es que eso no se respondía en el libro de Aranguren, porque no hay respuesta convincente. Una alineación de indicios que es a todas luces insuficiente: la "Doctrina de la inteligencia", que propugna la sustitución del principio de contradicción por el de participación, la "Ciencia de la Cultura", que busca constantes intemporales que construyen el eterno retorno, "La Doctrina de la Personalidad", donde destacaba la estupefaciente angeología de d'Ors. Pero el libro de Aranguren sirvió de acicate a d'Ors, le animó a esbozar un sistema filosófico que tituló El secreto de la filosofía. En realidad no era más que un corta y pega de escritos académicos que venían a demostrar que d'Ors brillaba en las glosas de una página porque en los textos de más de cinco páginas era insoportable.El final de d'Ors tiene mucho de operístico. Nunca le faltaron discípulos y admiradores. Como "hasta en la abyección hay que mantener las formas", se compró una ermita en Vilanova i la Geltrú. Todos los que lo visitaron dan fe de que mantuvo el ingenio y la gracia hasta el final, amenizando las conversaciones con erudiciones varias y anécdotas picantes. Si se dejaba ver en la inauguración de alguna exposición en Barcelona, iba siempre con gabanes ostentosos y bastones de puño de plata. Lucía un monóculo. Repetía alguna greguería afortunada: "El sereno es el único que más aplausos recibe cuanto peor ejerza su oficio". En 1951 se le echó encima la edad y ya no pudo resistir el ritmo de escritura diaria con que venía condecorando a la prensa. No se trata de ser joven o viejo -había escrito- sino de convertirse en mineral o ángel. Cuando murió, ninguno de sus discípulos asistió a su entierro. Pemán dijo: "fue la máxima cantidad de clasicismo y europeísmo que puede tolerar la mente carpetovetónica". Del otro lado, en el exilio mexicano, Moreno Villa, que lo había conocido en los años 20, escribió que era "un espectáculo de farsantería y ejemplaridad".
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