De algunos pequeños detalles se puede deducir la calidad de estos tiempos. Por ejemplo, de que se prefiera derribar o quemar estatuas o monumentos (algunos prefieren iglesias o a Iglesias) a simplemente reescribir el texto de sus peanas, que no debería ser tan breve.
Se ve que mucha gente es bruta y más partidaria de interpretar las apariencias y los volúmenes que de estudiar. Confunden lectura y dolor de cabeza, males de una cultura de la imagen. Porque Internet ha facilitado el acceso a la incultura: el analfabetismo funcional se extiende al par que la "alfabetización" tecnológica. Hasta los programas de inteligencia artificial aprenden sentimientos de odio y se vuelven haters en Internet.
Menos mal que, por lo menos, ahora ya no se aúpa a las estatuas, sino que se las baja a ras humano. Pero hoy en día se prefiere ser pataliebre y deportista a ser leído, correr mil metros lisos a leerse mil líneas de texto. Leer nos hace ver realmente los dentros de otros y apercibir que la gente no es unidimensocial, ni buena o mala, sino una confusa mezcla por debajo de toda la omnímoda publicidad.
Cosas tan humanas como la codicia, la esclavitud y el crimen se han visto y oído e incluso consumido, que es más grave, en todas partes; pero no se han estudiado completamente, eso que llaman holísticamente. Prefieren hacerlo merónimamente, esto es, en particular, sin abstracciones objetivas. No hay leyes ni soluciones globales para un mundo globalizado. Las partes son más falsas y subjetivas que el todo, eso ya lo sabemos. Por eso un presunto acto antirracista de iconoclasia pro toto encubre un racismo de sesgo particular y nacionalista pro parte (derriban las estatuas de Cristóbal Colón y de Isabel la Católica, pero no se atreven con la enorme, por cierto, del wasp y esclavista Jefferson, quien sin embargo redactó uno de los más bellos textos sobre los derechos humanos). Es increíble cómo se oculta por interés lo bueno del extraño y solo se considera lo malo, e inversamente. Demonizar al otro sin escucharlo nos diviniza que no veas. El ejército y la iglesia han recurrido con frecuencia a ello; lo suyo son las vendas, incluso en los ojos, pero también lo han usado otras instituciones políticas jerárquicas amantes de la propaganda, como el estalinismo o el franquismo, cuyas escafandras mentales todavía perduran en las cabezas e incluso se heredan.
Cristóbal Colón no era un santo, sino un codicioso que iba a su bola, la bola del mundo, más grande de lo que creía, pero desde luego bastante menos que su grotesca ambición; también cometió el error de creerse que sabía mandar en vez de gobernar, desorejando y matando indios a capricho. Isabel I se horrorizaba de sus violencias: quería considerar a los indígenas vasallos y súbditos bajo las leyes de Castilla... pero le convenía ese horror para usurpar los poderes que había concedido a Colón, de la misma manera que le convenía expulsar y quemar a los judíos para usurpar sus riquezas, codicia que por demás se atribuía especularmente a los judíos que expatrió; por eso no echó aún a los moriscos, que eran más pobres, aunque bien podía (asentados sobre todo en la Corona de Aragón de su esposo, quien por cierto tenía tatarabuela judía, como le recordó Isaac Abravanel en 1492).
Contaba Las Casas como muchos conquistadores, al entrar en un pueblo indígena, preguntaban por el mandamás o cacique, lo mataban y ya conseguían así que nadie les dijera ni mu y les obedecieran al instante como siervos. Igualmente, la hipertrofiada Inquisición fue una gran herramienta para la corona isabelina: desamortizaba los bienes de los servidores de Yahvé y los pasaba a las manos más pías de los servidores de Dios, como si no fueran lo mismo; parecido hicieron los nazis. Bartolomé de Las Casas defendió a los indios, e incluso a los negros después de haberlos despreciado, pero exageró tanto que dio pretexto a los yanquis para ocultar su propio genocidio indígena (que también había indígenas buenos y políticos, como Seattle y Tecumseh); alimentó la leyenda negra, de la misma manera que clérigos españoles y europeos alimentaron la leyenda del libelo de sangre judío, cuya última consecuencia fue el holocausto. El fraile dominico odiaba a los encomenderos solo un poco más que a franciscanos menos ambiciosos pero igual de defensores de los indios, como Motolinía. Este último al menos se tomó la molestia de aprender su lengua para entenderlos, algo que nunca hizo Las Casas y, desde luego, menos que él los estadounidenses, que ni siquiera oían en confesión. Pero, aún así, todavía en Hispanoamérica, donde tanto se nos llena la boca con el mestizaje, no se ha logrado de ninguna manera integrar a los indios: son estados meramente criollos y no se puede allí hablar ni siquiera de racismo o discriminación. Véase la que se forma cuando un indio llega al poder, casi siempre de forma irregular porque no es posible de otra forma. Con todo, en la gran hazaña castellana hubo de todo, como en botica, y el hecho de que aún no hubiéramos salido de la Edad Media supuso una mejor defensa de los pueblos americanos por las leyes castellanas que por el utilitarista y mercantilista derecho anglosajón.Ya lo dijo con sorna el gran jefe Seattle:
El Gran Padre Blanco nos ha enviado palabras de amistad y de buena voluntad; mucho apreciamos esta gentileza, porque sabemos cuán poca falta le hace nuestra amistad.
Ironía que parece más occidental que indígena. Esas cosas (y el amor a la belleza) nos dieron los griegos. En fin, la gran e insuficiente conquista del Oeste de los Estados Unidos por parte de los misioneros españoles en el siglo XVIII fue la última gran empresa del Imperio Español. Dejaron plantadas las semillas de grandes asentamientos urbanos como San Diego, San Francisco, Los Ángeles, Sacramento, Santa Bárbara, Santa Mónica, San José, etcétera. ¿Qué hubiera sido California sin ese trabajo previo? Y, sin embargo, se derriban las estatuas de fray Junípero Serra.
Es cierto que los indígenas bautizados se resistían a asentarse, porque sabían que ese era el paso previo para ser esclavizados más o menos por los rancheros europeos (solo la mitad de origen hispánico) a los que los virreyes habían concedido enormes latifundios. Pero tanto los negros como los indios preferían a los católicos que a los protestantes. California fue colonizada débilmente porque la motivación era meramente cristianizar esos pueblos; solo se colonizó fuertemente cuando se descubrió el oro después de que esa región fuera perdida por México en 1848. Solo fue el oro y la plata lo que vino a desarrollar materialmente y poblar una región, también en Sudamérica. Una pena.
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