domingo, 21 de marzo de 2021

La edad y los relojes blandos

Hace poco la ciencia determinó que gran parte de los recuerdos es falsa o inducida por un entorno emocional o informativo insistente. Este deja una impronta o cascara mental que actúa a manera de escafandra a través de la cual la conciencia atisba apenas las cosas.

Esa estructura nos aísla. Censura los muchos matices del pasado y del presente, y el superego social y castrante nos oculta también muchas estampas de una incomparablemente rica realidad. Los cambios por los que atraviesa el espíritu determinan que la memoria esté en perpetua reconstrucción, por lo que se nos ofrece distorsionada y selectiva y, al final de la vida, si hay algo de fortuna, reducida a un esquema repetitivo e insuficiente; la cronología interior no es exacta y con frecuencia recordamos sin causalidad, o sensitivamente. Lo que hacía Proust, después de todo, era contar batallitas.

Por el contrario (o "por contra", que es más oral) los escasos recuerdos genuinos son obra de nuestra debilucha voluntad, una antorcha desorientada que vaga en la noche por el laberinto de las más oscuras provincias del cerebro, entre copias de copias de la realidad seleccionadas por algún barniz emocional que los agrupa y revisa con frecuencia. 

Estos recuerdos son distintos a los reflejos automáticos, memorias programadas por el aprendizaje, como conducir un coche o una bicicleta, o usar un teclado o la tabla de multiplicar. Apenas podemos reunir los recuerdos buenos en un armario de nuestra mente: no somos como Dante, quien, en la cumbre del monte Purgatorio, bebía de la fuente Eunoe, más selectiva que la del Leteo, para olvidar todo lo malo y recordar solo lo bueno antes de pasar a la cándida rosa del Paradiso, en la que cada pétalo es un alma.

Pero lo que se suele olvidar es que también los pensamientos pueden ser falsos y no genuinos. Al igual que los recuerdos y las emociones, las ideas se pueden falsificar, incluso las que venimos sosteniendo y asumiendo largo tiempo, porque nos han sido inculcados por los desvíos de una cultura centrípeta. Pueden intoxicar o deformar las ideas genuinas o reales o asentar prejuicios útiles para otros, aunque siempre terminen por prevalecer aquellos beneficiosos para la sociedad en su conjunto, siguiendo el camino trazado por la socialización de nuestra manada y la programación genética común de los instintos, lo que Dawkins llama el gen egoísta.

El subconsciente es muy mentiroso. Todas las noches nos cuenta cinco cuentos, no antes sino después de dormirnos, construidos con los impulsos frustrados de la mañana o con pedazos de memoria triturados para la ocasión. Si un hipnotizador nos obliga a llenar un vacío de la memoria, podrá contarnos la mentira más detallada y persuasiva que podamos "imaginar". La sombra de Jung tiene el poder de proyectar todo lo que rechazamos en esas historias.  El poder incluso de proyectar leyes, mitos, sociedades, costumbres ancestrales, dejando aparte la cuestión, nada baladí y que acaso no debe pasarse por alto, de si nacemos ya con recuerdos o con al menos una programación instintiva revisable y reversible.

Hay recuerdos inducidos a través de imágenes de televisión cientos de veces repetidas. Se implantan constructos artificiales falsos que vienen de otro sitio y de otras intenciones. Se implantan falsos recuerdos para apoyar falsas ideologías: despierten de su sueño ideológico, que es un sueño que produce monstruos. El vodka y el whisky son lo mismo porque producen los mismos efectos. Nos parece que hay ochenta clases de caramelos, pero solo los hay de limón, naranja, menta y pocos más. La cocacola y la pepsicola son uno y el mismo refresco. Y una sola son también todas las cadenas de hamburguesas, por más que haya que advertir que, si no eres uno de los comensales, eres parte del menú. Que lo digan sus trabajadores, que se ven sometidos a jornadas irregulares y extenuantes sin apoyo sindical porque los despiden.

El pasado común de la generación dominante está configurado por los años ochenta. Los tópicos de años anteriores ya no mueven molino. Incluso personajes de esa época ya no están para trotes. Joaquín Sabina es uno de los pocos movideños y pataliebres que han tenido la suerte de no disolverse en lo mucho que bebieron o se pusieron. Un actor tan desparramado y accidentado como Quique San Francisco, tan feo y pálido que dijo Lola Flores que "estaba sin cocer", tuvo que pagar su pato de mil y una birras jubilándose de la vida a los sesenta y cinco. "Hay que protegerse", dijo El hombre sin nombre, ese zurdo que ahora amenaza con cumplir los noventa y uno sin despeine. Que tenga cuidado de que no empiece a temblarle la mano izquierda, esa en la que tiene el magnum 45: es el primer síntoma del Parkinson. Nadie le va ya a alegrar los días.

Mucha gente nocturniega y de mecha corta acaba sumida en el infarto, la pancreatitis o el cáncer de pulmón. De día se sostienen apenas a fuer de cocaína, y su patética ilusión de vida es estar colgados de la nube, como Heidi. Hay que ser flemático y frío como los peces, aunque la vejez no garantice una vida aprovechada y con sentido. Especialmente para las mujeres de hace poco: muchas vivían cien años sin apenas salir de la cocina; para ellas esos cien años solo han durado un día, siempre el mismo con apenas variaciones. Irse al otro barrio es para ellas literalmente ir a otro mundo. Muchas de ellas no habrán ido nunca ni siquiera a Miguelturra. Las crisis han ido juntando a los viejos y a los jóvenes, pues ambos no tienen futuro y se mantienen en pie mutuamente.

Son necesarios los viejos para sostener a los jóvenes y viceversa. A ellos les cuesta mucho retener cualquier cosa: la dentadura, la pensión, la memoria, el oído, la vista, los hijos, las babas, la orina, la mierda y la vida. La gran mayoría acaba transformada en pellejos de desecho y desilusión. Como los jóvenes.

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