Si me preguntaran quiénes son los individuos más despreciables de la Tierra, contestaría que son aquellos que hacen que los hombres que obran bien se arrepientan. Los que ofrecen mal ejemplo, porque creen que dar ejemplo es idiota o está de más. Podríamos llamarlos gilipollas, pero lo haríamos por envidia: no son tontos, triunfan y disfrutan de su egoísmo insolidario plenamente, muriendo en él. La mayoría, al menos.
A veces les llega su San Martín porque de repente aparece un espejismo rarísimo que en literatura llamamos justicia poética (que no debía ser poética si es justicia de verdad). Y eso que nos hace a todos iguales (ay, qué risa) ante la ley ve como alguien se toma la venganza no digo que por su mano, sino por error. Por ejemplo, una alcaldesa que se muere del estrés que le provocan sus idas y venidas para tapar la infamia, o un famoso y, más que provechoso, aprovechado banquero que se suicidó; todo el mundo andó a la greña buscando explicaciones (eso del suicidio, como la dimisión, es incomprensible para algunos), pero jamás se mencionó (y estuve bien atento) que podría haber sido por vergüenza, que podría haber sentido que no podía vivir con ella por respeto a sí mismo (el a los demás ni pincha ni corta hoy), como hacían los antiguos. En suma, que se hubiera hecho un harakiri o seppuku, como los japoneses honorables (el adjetivo ha sido muy devaluado por Pujol y sus siete niños de Cataluña). Y eso es porque ese antiguo "valor" (no me refiero al monetario, se entiende) de la medieval hidalguía castellana ya no existe. No hay caballeros ni, por supuesto, quijotes, como cantaba León Felipe; a lo más sansocarrascos:
Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos.
Se murió aquel manchego,
aquel estrafalario fantasma del desierto
y... ni en España hay locos.
Todo el mundo está cuerdo, terrible, monstruosamente cuerdo.
Oíd ... esto,
historiadores ... filósofos ...loqueros ...
Franco ... el sapo iscariote y ladrón en la silla del juez, repartiendo castigos y premios,
en nombre de Cristo, con la efigie de Cristo prendida del pecho,
y el hombre aquí, de pie, firme, erguido, sereno,
con el pulso normal, con la lengua en silencio,
los ojos en sus cuencas, y en su lugar los huesos...
El sapo iscariote y ladrón repartiendo castigos y premios...
y yo, callado, aquí, callado, impasible, cuerdo...
¡cuerdo!, sin que se me quiebre el mecanismo del cerebro.
¿Cuándo se pierde el juicio? (yo pregunto, loqueros). [...]
¿Cuándo si no es ahora (yo pregunto, loqueros),
cuándo es cuando se paran los ojos y se quedan abiertos, inmensamente abiertos,
sin que puedan cerrarlos ni la llama ni el viento?
¿Cuándo es cuando se cambian las funciones del alma y los resortes del cuerpo
y en vez de llanto no hay más que risa y baba en nuestro gesto?
Si no es ahora, ahora que la justicia vale menos, infinitamente menos
que el orín de los perros;
si no es ahora, ahora que la justicia tiene menos, infinitamente menos
categoría que el estiércol;
si no es ahora... ¿cuándo se pierde el juicio?
Respondedme loqueros,
¿cuándo se quiebra y salta roto en mil pedazos el mecanismo del cerebro?
Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. Se murió aquel manchego,
aquel estrafalario fantasma del desierto
y... ¡Ni en España hay locos! ¡Todo el mundo está cuerdo,
terrible, monstruosamente cuerdo!...
¡Qué bien marcha el reloj! ¡Qué bien marcha el cerebro!
Este reloj..., este cerebro, tic-tac, tic-tac, tic-tac, es un reloj perfecto...,
perfecto, ¡perfecto!
Esta falta de ideales, de futuro, de juventud, reaparece en otro poema de León Felipe, también de tema cervantino, "Vencidos": Por la manchega llanura / se vuelve a ver la figura / de Don Quijote pasar. /Y ahora ociosa y abollada / va en el rucio la armadura, / y va ocioso el caballero, / sin peto y sin espaldar, / va cargado de amargura, / que allá encontró sepultura / su amoroso batallar.
El descaro de los sinvergüenzas, de los corruptos, de los hombres sin palabra (porque para ellos la palabra no es nada) y sin la decencia de dimitir o de apartarse para que los jóvenes ocupen el lugar que la cronología les depara, es el que escribe las leyes. Nosotros les elegimos para ello: para mantener las cosas como están y (de paso) para mantenerlos a ellos donde están, dando todo el mal ejemplo que pueden dar y corrompiéndolo todo: la televisión, la cultura, la educación, las costumbres, la decencia... Es lógico que la gente honrada sienta ese tipo de vergüenza que no debería sentir: la vergüenza por obrar bien, por pagar los impuestos, por acatar la ley (con sus errores y todo), la vergüenza incluso de ser españoles o catalanes, que es lo mismo (si hubiera un sistema político honesto y realmente democrático en España, no sentirían los catalanes esa vergüenza que nosotros tildamos como orgullo).
En el Evangelio de Lucas (y solo en él, ¡qué curioso!) aparece una famosa parábola, la del hijo pródigo, cuyo protagonista es para mí no ese hijo que recibe su parte de la herencia paterna y la gasta en prostitutas, para luego pasar hambre cuidando cerdos y envidiando lo bien que comen; para mí el protagonista es ese hermano que ve como regresa arrepentido y el padre manda hacerle unas fiestas apoteósicas que a él, por hacer lo correcto, nunca le hizo, matando el mejor becerro de su corral:
Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: "He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo."
No debemos nunca arrepentirnos jamás del bien que hacemos. Pero uno no puede evitar sentirse un poco como ese hijo cabal, que nunca se ha ido de putas y tampoco nunca ha recibido recompensa por asumir la severidad del padre. Con frecuencia los padres se dedican más al hijo más perdido (que, por ejemplo, ha caído en la droga) y los que les han salido bien, en esa sequedad de atención, terminan más perdidos que los otros por envidia de ese afecto. Y la desgracia se hace general.
Seguramente el hijo bueno se fue de putas esa misma noche y el perdido tomó su lugar. Ya nunca más se supo del hijo bueno.
Y, ahora, piensen que el hijo pródigo es el estamento dirigente, los bancos y todos esos incompetentes que nos roban la herencia; y el hijo bueno, la juventud española, nuestro futuro.
Desde Kafka las parábolas modernas no tienen moraleja, y debería haberla. Ya se sabe cómo acabó la Europa de Kafka.
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