Si uno se pone a mirar el Universo termina pensando que está hecho para el asombro, como los fuegos artificiales. Dios es, después de todo y fuera de jardinero, un pirotécnico al que le gusta abrir rosas de sol, regar con fuentes de energía, desaguar con agujeros negros y diseñar redondos parterres de estrellas y florecillas varias, algunas de las cuales solo se abren una vez en la vida, como ciertos cometas. Es un artista que en vez de arte hace naturaleza, moldeando materia y tiempo con arena de átomos. Puede que incluso seamos un cuadro abandonado entre otros muchos más o menos acabados en su taller. También a Leonardo le costaba terminar sus obras.
Pero el fuego de este verano no tiene nada de divino: lo encendimos nosotros, y provoca más angustia que asombro. Quema como el Infierno, pero no es obra del divino Hacedor, sino del hombre con su basura gaseosa, que incluye el fétido aliento de su industria y sus máquinas, que respiran sin vida. Nuestro universo no está hecho para el asombro, sino para el fuego del consumo, que degrada y mata. La atareada industria nos deja sin resuello (o nos atufa, diría un manchego de pueblo, algo así como un amish que mirara cuándo y cómo va pintando la uva), destruye los jardines de Dios, mata desde las abejas a las ballenas y nos provoca una fiebre altísima, así como pesadillas repetitivas que son algo así como la televisión (telemierda de la 5 y sucedáneos) o Internet (vídeos y oídeos de pura necedad, que además mugrean la lengua escrita); van como locos y tan rápido que se acelera el pulso y no podemos asimilar ni comprender nada. Como si fuera peligroso, es decir, no comercial. El mundo está enfermo: pasa ya de los cuarenta grados. Y el trastorno es grave: puede morir. Incluso algunos médicos nos han desahuciado; dicen que no hay tiempo (van como locos) para soluciones ya, y, si la aniquilación nos perdona, ya solo podemos aspirar a sobrevivir menos, más peleados y con taras.
Nos hemos cargado, dicen, el anticiclón de las Azores, que uno creía provisto por un lejano elfo llamado Mariano Medina, el meteorólogo que parecía un maestro nacional ante su pizarra y con una varita que causaba tormentas y desastres por todo el mapa. Las mujeres del tiempo más parecen ahora ángeles del Apocalipsis, aunque sus vestidos sean más estrechos que los de Beato de Liébana y las alas se las guarden para rascárselas como las gaviotas en alguna playa.
Pues sí, vaya; nos gustaría ver amenazantes y húmedas nubes negras pintadas por Goya, nada de esa brujería blanca de Rowling. Pero es lo que hay: los almohadones lanudos de Heidi apenas arrebañados en el cielo, sin aprisco, pastoreados sin ganas por un viento feble como el hálito de un agónico, e incluso faltos de imaginación, sin rememorar otros contornos que los de una fatigosa tulpa, un egregor o una ideoplastia. Las caras de Bélmez tenían más mala leche y ya no hay quien se moleste en buscar una señal en el cielo o el aceite de palma en la larga y visigótica letra de hormiga de la lista de componentes.
Los memos y la memética se han reproducido tanto como las ratas del universo 25, el famoso y mil veces probado experimento del etólogo John Bumpass Calhoun sobre la conducta que genera el hacinamiento. Puso a seis ratones en un reciento con comida, diversión, agua y temperatura beneficiosas y los dejó reproducirse sin necesidades. El Paraíso ratuno fue poco a poco degenerando. Como la gente ahora: se pone a romper cosas, como en Francia, o se vuelve hikikomori de cuarto sin ventanas, como en Escoña.
Apunta Calhoun los males de la prosperidad sin esfuerzo: peleas territoriales, traslados compulsivos y el nacimiento o nación del problema fundamental: muchos dejan de tener un papel en tan estrecha y apretada sociedad, no hay roles ni identidad para todos los individuos (nacionalismo).
Debido a este fenómeno, muchos de nosotros, marditoh roedoreh, nos mostramos apáticos, abúlicos, estólidos, pues no ocupamos un rol con sentido en este pegajoso mundo inmundo, lleno de la cacarienta basura acumulada por doscientos años de capitalismo. No tenemos utilidad. John B. Calhoun bautizó este fenómeno como hundimiento conductual.
Por supuesto que algunos ratones pretenden levantarnos la cosa con erecciones generales. Pero Luis Martínez Casasola, reseñando a Calhoun, dictamina como un Dios sombrío:
Las hembras del Universo 25 dejaron de tratar de reproducirse. Los machos, igualmente, se alejaban de los nidos y simplemente se iban a la zona del recinto donde se encontraba el alimento. Los conflictos vecinales eran constantes y era difícil encontrar algún ratón que no contase con alguna herida o cicatriz debido a una disputa territorial. Se observaron conductas sexuales anómalas. Había individuos que realizaban estos comportamientos de manera frenética, sin discriminación de sexos, para luego pasar a no realizar cópula alguna. Aparecieron las luchas intrafamiliares. Algunos de los ratones acabaron con la vida de sus crías. Otros expulsaban a miembros del nido. Incluso se llegaron a registrar comportamientos caníbales. Hay que decir que no todos los ratones tenían conductas violentas. Existía un grupo, al que Calhoun bautizó como “los guapos”, cuyo comportamiento se limitaba a conductas de higiene como atusarse el pelo, aparte de alimentarse y dormir, que es la única actividad a la que se reducía la conducta de todos los componentes de la colonia.
Media horita que acude por semana al trabajo del Conqueso de los diputados el guapo ratón congreguista nini Abascal, sociólogo por más tacha. Se alimenta del pánico que hay en el constreñido y estreñido Paraíso, especie de Forbidden planet del ahogamiento global. Calhoun curaba a los ratones enfermos, en fin, les proveía de todo. Muchos de los ratones solo se movían para comer, beber y moverse cuando otros miembros de la comunidad estaban dormidos; como ahora hacen muchos jóvenes. Así no tenían que dar explicaciones. Los machos mostraban desinterés y, en ocasiones, conductas agresivas hacia las hembras. Las hembras abandonaban a sus crías o las descuidaban. Pocos ratones sobrevivieron al destete; cada vez había menos embarazos, y ninguna cría sobrevivió. Todas las colonias Paraíso se extinguían. Cuando un recinto ratuno se congestiona, exhiben los mismos síntomas de estrés, alienación, hostilidad, perversión sexual, incompetencia de los padres y violencia rabiosa que ahora encontramos en las megalópolis.
¿Y el fin? El universo colapsó, la infertilidad se hizo general, y ningún ratón de los tres mil que llegó a haber sobrevivió a dos años de que ese Paraíso se transformara en un Infierno. Calhoun repitió el experimento más de cien veces, y siempre fue igual: la utopía se volvió distopía. Como en la isla de Pascua, llena de caraduras.
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