sábado, 28 de marzo de 2009

El cómo de la corrupción

TRIBUNA: VÍCTOR LAPUENTE GINÉ

¿Por qué hay tanta corrupción en España?

La principal causa de los escándalos es el alto número de cargos de designación política en las instituciones nacionales, autonómicas y locales. Son redes clientelares que viven de que su partido gane las elecciones

VÍCTOR LAPUENTE GINÉ El País, 27/03/2009

Para los que estudiamos la corrupción a nivel comparado, la reciente oleada de escándalos en España no representa ninguna sorpresa. Países como Francia, Italia, Portugal o España llevan años mostrando niveles de corrupción y de calidad de gobierno más parecidos a los de países autoritarios en vías de desarrollo que a los propios de democracias capitalistas avanzadas con décadas de pertenencia a la OCDE. ¿Qué factores separan a estos países, y en particular a España, de las democracias libres de corrupción?

En EE UU el alcalde no puede colocar a mucha gente. El Ayuntamiento lo gestionan profesionales
En muchas ciudades europeas sólo tres o cuatro personas son nombradas por el partido ganador
Una primera tentación que hay que evitar es la de afirmar que la corrupción está en "nuestra cultura". Se trata de un argumento peligroso e intelectualmente poco satisfactorio, pero que, sin embargo, goza de cierto predicamento en algunos círculos -posiblemente los mismos que afirmaban no hace tanto tiempo que la democracia representativa o el capitalismo no tenían espacio en nuestra cultura mediterránea y/o católica. Como un creciente número de estudios está demostrando, la causalidad parece ir en todo caso en la dirección opuesta: los países desarrollan "malas" culturas -o culturas donde predomina la desconfianza social- como consecuencia de unos elevados niveles de corrupción.


Una segunda tentación a evitar es el impulso legalista, con mucho arraigo en España, uno de los países del mundo con una mayor proporción de abogados en sus administraciones. Desde la visión legalista, expuesta, por ejemplo, por el Tribunal de Cuentas en un informe sobre corrupción local, lo que explicaría la misma en España sería "la falta de regulación", que "permite un margen de discrecionalidad, no siempre acorde con la protección del interés público". Pero, ¿alguien puede de veras creer que la solución a la corrupción local consiste en regular todas y cada una de las actividades de estas administraciones?

Sorprende comparar la actitud de nuestro Tribunal de Cuentas con sus equivalentes nórdicos: en ellos, en lugar de artículos con detallados procedimientos, encontramos simplemente alguna presentación de powerpoint señalando que el objetivo es evitar una "deficiente contabilidad", dejando discreción casi absoluta a los auditores públicos sobre cómo llevar a cabo su labor de fiscalización.

Como la literatura moderna sobre corrupción señala, las causas de la corrupción no hay que buscarlas en una "mala cultura" o en una regulación insuficiente, sino en la politización de las instituciones públicas. Las administraciones más proclives a la corrupción son aquéllas con un mayor número de empleados públicos que deben su cargo a un nombramiento político. Y aquí, el contraste entre España y los países europeos con niveles bajos de corrupción es significativo. En una ciudad europea de 100.000 a 500.000 habitantes puede haber, incluyendo al alcalde, dos o tres personas cuyo sueldo depende de que el partido X gane las elecciones. En España, el partido que controla un gobierno local puede nombrar multitud de altos cargos y asesores, y, a la vez, tejer una red de agencias y fundaciones con plena discreción en política de personal. En total, en una ciudad media española puede haber cientos de personas cuyos salarios dependen de que el partido X gane las elecciones.

Esto genera diversos incentivos perversos para la corrupción. Los empleados públicos con un horizonte laboral limitado por la incertidumbre de las próximas elecciones son más propensos a aceptar o a solicitar sobornos a cambio de tratos de favor que los empleados públicos con un contrato estable. En segundo lugar, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría del mundo occidental, donde los políticos locales están forzados a tomar decisiones junto a funcionarios que estarían dispuestos a denunciar cualquier sospecha de trato de favor, en España toda la cadena de decisión de una política pública está en manos de personas que comparten un objetivo común: ganar las elecciones. Esto hace que se toleren con más facilidad los comportamientos ilícitos, y que, al haber mucho más en juego en las elecciones, las tentaciones para otorgar tratos de favor a cambio de financiación ilegal para el partido sean también más elevadas.

¿Qué podemos hacer para reducir esta politización? La experiencia de otros países resulta ilustrativa. Por ejemplo, entre finales del siglo XIX y principios del XX muchas ciudades de Estados Unidos presentaban unos niveles de politización y corrupción tan estratosféricos como los reflejados en la película Gangs of New York, donde el gobierno de la ciudad aparece capturado por redes clientelares e incluso criminales. Unos años después, la extensa politización de las administraciones locales -y, de su mano, la corrupción- descendió de forma drástica gracias a reformas institucionales como la sustitución del tipo de gobierno strong-mayor (el tipo de gobierno local que predomina en España, en el cual un solo cargo electo, el alcalde y su mayoría de gobierno, acumula mucho poder) por el denominado city-manager. En esta nueva forma de gobierno, los cargos electos retienen la capacidad legislativa, pero el poder ejecutivo pasa a manos de un directivo profesional nombrado por una mayoría cualificada de concejales y por un periodo de tiempo no coincidente con el ciclo electoral, reduciendo así el grado de dependencia política.

Este tipo de gobierno, o variantes del mismo, ha sido adoptado en las administraciones locales de los países occidentales que presentan menores niveles de corrupción. En ellos, el partido que gana las elecciones tiene las "manos atadas" a la hora de hacer nombramientos, porque existe un directivo profesional que gestiona la organización administrativa, o bien debe llegar a amplios acuerdos con otras fuerzas políticas, incluyendo con frecuencia a las de la oposición, para nombrar a cargos públicos. En general, se trata de buscar mecanismos institucionales para que se seleccionen empleados públicos cuya continuidad en el cargo dependa de su competencia o mérito y no de su lealtad política.

Es importante subrayar que el nivel de competencia de los empleados no es sinónimo de lo que tradicionalmente se interpreta como sistema de mérito en España; es decir, unos funcionarios públicos seleccionados mediante oposiciones y con una plaza "en propiedad" de por vida, con independencia de su rendimiento. La evidencia empírica nos muestra que no es necesario tener una administración repleta de funcionarios para reducir la corrupción. Por ejemplo, los dos países menos corruptos del mundo en 2008, Suecia y Nueva Zelanda, eliminaron hace años el estatus funcionarial para la gran mayoría de sus empleados públicos, que en la actualidad se rigen por la misma legislación laboral que cualquier trabajador del sector privado.

¿Podemos aspirar en España a unas administraciones más flexibles y eficientes y, a la vez, menos corruptas? El principal obstáculo para ello es que aquí el debate público está atrapado entre dos visiones antagónicas e indeseables ambas. Por un lado, los partidos políticos que, amparándose en la rigidez tradicional de la administración pública, han fomentado instituciones que permiten una alta politización de la administración y, por tanto, generan corrupción. Por otro, los representantes de los cuerpos de funcionarios que abogan por el mantenimiento de un sistema de empleados públicos inamovibles. Quien obviamente paga las ineficiencias derivadas de la politización y de la rigidez administrativa son los ciudadanos.

Aunque esta situación parezca irreversible, la experiencia de otros contextos debe infundirnos optimismo. Cuando activistas como Richard Childs -hombre de negocios y promotor de un tipo de gobierno local basado en directivos profesionales como los existentes en el sector privado- iniciaron su improbable lucha contra la politización y la corrupción que asolaban la mayoría de niveles administrativos en Estados Unidos hace ya más de un siglo, se enfrentaron a redes clientelares cuyo poder parecía inexpugnable. Sin embargo, triunfaron porque fueron capaces de movilizar los intereses de aquellos que en última instancia generaban la riqueza del país, convenciéndolos de que ésta se estaba malgastando no con malas políticas públicas, sino con malos políticos, o mejor dicho, con la pervivencia de malas instituciones utilizadas por los políticos para sostener sus redes clientelares. ¿Podrá alguien en España movilizar esos intereses?

Víctor Lapuente Giné es profesor de Ciencia Política en el Quality of Government Institute de la Universidad de Gotemburgo (Suecia).

1 comentario:

  1. Efectivamente es la herencia

    Lo leído se resume en que nos comemos lo que se cocinó en la transición, cuando un pastel de siglas con aspiraciones políticas (eran los setenta) acataron y sustentaron el estatus político constitucional, pues si no rompían el juego democrático, con los votos ganados en la arena política, podían abrirse cuentas en los bancos y colocar a familiares y amigos para difundir sus ideas.

    Hoy, treinta años después, la situación ha cambiado, las siglas no tienen detrás ideólogos, sino economistas y abogados, y mantener las redes clientelares tejidas en este tiempo es más importante que la trasmisión de la idea, de donde si no el trasfugismo, la creación de partidos ad hoc para arrebatar alcaldías o autonomías, (ojo a San Gil), la operación Gil o el ataque a ETA, precisamente por su brazo político que le financiaba con esas redes.

    En este punto, se ve venir una ruptura entre partitocracia y demos, cambiarán aquellos antes de que les estalle en los morros o simplemente los poderes públicos (policia, jueces y magistrados, la monarquia, partidos, sindicatos, etc) mantendran la guardia alta ante jetas y desalmados. Apuesto por lo segundo, es más cómodo, pero ello nos llevaría a un agotamiento paulatino de las siglas, hasta el descrédito absoluto, al rearme institucional vía un mayor control social, a una creciente conflictividad... uhm se parece demasiado al principio del XX en la España poscanovista.

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