Tucídides de Atenas, Guerra del Peloponeso, libro II.Traducción de Diego Gracián de Alderete [1494-1584]
En este mismo invierno, los Atenienses, siguiendo la costumbre antigua, hicieron exequias públicas en honra de los que habían muerto en la guerra. Las cuales se realizaron de esta manera. Tres días antes habían hecho un gran cadalso sobre el cual ponían los huesos de los que habían muerto en aquella guerra, y sus padres, parientes y amigos podían poner encima lo que quisiesen. Cada tribu tenía una gran arca de ciprés, dentro de la cual metían los huesos de aquellos que habían muerto de ella, y aquel arca la llevaban sobre una carreta. Tras estas arcas llevaban en otra carreta un gran lecho vacío que representaba aquellos que habían sido muertos, cuyos cuerpos no pudieron ser hallados. Estas carretas iban acompañadas de gente de todas clases, así ciudadanos, como forasteros, cuantos querían ir hasta el sepulcro, donde estaban las mujeres, parientes y deudos de los muertos, haciendo grandes demostraciones de dolor y sentimiento. Ponían después todas las arcas en un monumento público, hecho para este efecto, que estaba en el barrio principal de la ciudad y en el cual era costumbre sepultar todos aquellos que muriesen en las guerras, excepto los que murieron en la batalla de Maratón, a los cuales, en memoria de su valentía y esfuerzo singular, mandaron hacer un sepulcro particular en el mismo sitio. Cuando habían sepultado los cuerpos, era costumbre que alguna persona notable y principal de la ciudad, sabio y prudente, preeminente en honra y dignidad, delante de todo el pueblo hiciese una oración en loor de los muertos, y, hecho esto, cada cual volvía a su casa. De esta manera sepultaban los Atenienses a los que morían en sus guerras. Aquella vez, para referir las alabanzas de los primeros que fueron muertos en la guerra, fue elegido Pericles, hijo de Jantipo, el cual, terminadas las solemnidades hechas en el sepulcro, subió sobre una cátedra, de donde todo el pueblo le pudiese ver y oir, y pronunció este discurso:
«Muchos de aquellos que antes de ahora han hecho oraciones en este mismo lugar y asiento alabaron en gran manera esta costumbre antigua de elogiar delante del pueblo a aquellos que murieron en la guerra, mas, a mi parecer, las solemnes exequias que públicamente hacemos hoy son la mejor alabanza de aquellos que por sus hechos las han merecido. Y también me parece que no se debe dejar al albedrío de un hombre solo que pondere las virtudes y loores de tantos buenos guerreros, ni menos dar crédito a lo que dijere, sea o no buen orador, porque es muy difícil moderarse en los elogios hablando de cosas de que apenas se puede tener firme y entera opinión de la verdad. Porque, si el que oye tiene buen conocimiento del hecho y quiere bien a aquel de quien se habla, siempre cree que se dice menos en su alabanza de lo que deberían y él querría que dijesen; y, por el contrario, el que no tiene noticia de ello le parece, por envidia, que todo lo que se dice de otro es superior a lo que alcanzan sus fuerzas y poder. Entiende cada oyente que no deben elogiar a otro por haber hecho más que él mismo hiciera, estimándose por igual, y ,si lo hacen, tiene envidia y no cree nada. Empero, porque de mucho tiempo acá está admitida y aprobada esta costumbre y se debe así hacer, me conviene, por obedecer a las leyes, ajustar cuanto pueda mis razones a la voluntad y parecer de cada uno de vosotros, comenzando por elogiar a nuestros mayores y antepasados.
Porque es justo y conveniente dar honra a la memoria de aquellos que primeramente habitaron esta región y sucesivamente de mano en mano por su virtud y esfuerzo nos la dejaron y entregaron libre hasta el día de hoy. Y, si aquellos antepasados son dignos de loa, mucho más lo serán nuestros padres que vinieron después de ellos, porque, además de lo que sus ancianos les dejaron, por su trabajo adquirieron y aumentaron el mando y señorío que nosotros al presente tenemos. Y aun también, después de aquéllos, nosotros, los que al presente vivimos y somos de madura edad, lo hemos ensanchado y aumentado, y provisto y abastecido nuestra ciudad de todas las cosas necesarias, así para la paz como para la guerra.
Nada diré de las proezas y valentías que nosotros y nuestros antepasados hicimos defendiéndonos, así contra los Bárbaros como contra los Griegos que nos provocaron guerra, por las cuales adquirimos todas nuestras tierras y señorío, porque no quiero ser prolijo en cosas que todos vosotros sabéis; pero, después de explicar con qué prudencia, industria, artes y modos nuestro Imperio y señorío fue establecido y aumentado, vendré a las alabanzas de aquellos de quien aquí debemos hablar. Porque me parece que no es fuera de propósito al presente traer a la memoria estas cosas y será provechoso oírlas a todos aquellos que aquí están, ora sean naturales, ora forasteros.
Pues tenemos una república que no sigue las leyes de las otras ciudades vecinas y comarcanas, sino que da leyes y ejemplo a los otros, y nuestro gobierno se llama Democracia, porque la administración de la república no pertenece ni está en pocos, sino en muchos. Por lo cual cada uno de nosotros, de cualquier estado o condición que sea, si tiene algún conocimiento de virtud, tan obligado está a procurar el bien y honra de la ciudad como los otros, y no será nombrado para ningún cargo, ni honrado, ni acatado por su linaje o solar, sino tan sólo por su virtud y bondad. Que por pobre o de bajo suelo que sea, con tal que pueda hacer bien y provecho a la república, no será excluido de los cargos y dignidades públicas.
Nosotros, pues, en lo que toca a nuestra república gobernamos libremente, y asimismo en los tratos y negocios que tenemos diariamente con nuestros vecinos y comarcanos, sin causarnos ira o saña que alguno se alegre de la fuerza o demasía que nos haya hecho, pues, cuando ellos se gozan y alegran, nosotros guardamos una severidad honesta y disimulamos nuestro pesar y tristeza. Comunicamos sin pesadumbre unos a otros nuestros bienes particulares, y en lo que toca a la república y al bien común no infringimos cosa alguna, no tanto por temor al juez cuanto por obedecer las leyes, sobre todo las hechas en favor de los que son injuriados y, aunque no lo sean, causan afrenta al que las infringe.
Para mitigar los trabajos tenemos muchos recreos, los juegos y contiendas públicas, que llaman sacras, los sacrificios y aniversarios que se hacen con aparatos honestos y placenteros, para que con el deleite se quite o disminuya el pesar y tristeza de las gentes. Por la grandeza y nobleza de nuestra ciudad, traen a ella de todas las otras tierras y regiones mercaderías y cosas de todas clases, de manera que no nos servimos y aprovechamos menos de los bienes que nacen en otras tierras que de los que nacen en la nuestra.
En los ejercicios de guerra somos muy diferentes de nuestros enemigos, porque nosotros permitimos que nuestra ciudad sea común a todas las gentes y naciones, sin vedar ni prohibir a persona natural o extranjera ver ni aprender lo que bien les pareciere, no escondiendo nuestras cosas aunque pueda aprovechar a los enemigos verlas y aprenderlas, pues confiamos tanto en los aparatos de guerra y en los ardides y cautelas, cuanto en nuestros ánimos y esfuerzo, los cuales podemos siempre mostrar muy conformes a la obra. Y, aunque otros muchos en su mocedad se ejercitan para cobrar fuerzas hasta que llegan a ser hombres, no por eso somos menos osados o determinados que ellos para afrontar los peligros cuando la necesidad lo exige. De esto es buena prueba que los Lacedemonios jamás se atrevieron a entrar en nuestra tierra en son de guerra sin venir acompañados de todos sus aliados y confederados; mientras, nosotros, sin ayuda ajena, hemos entrado en la tierra de nuestros vecinos y comarcanos, y muchas veces sin gran dificultad hemos vencido a aquellos que se defendían peleando muy bien en sus casas. Ninguno de nuestros enemigos ha osado acometernos cuando todos estábamos juntos, así por nuestra experiencia y ejercicio en las cosas de mar, como por la mucha gente de guerra que tenemos en diversas partes. Si acaso nuestros enemigos vencen alguna vez una compañía de las nuestras, se alaban de habernos vencido a todos, y si, por el contrario, los vence alguna gente de los nuestros, dicen que fueron acometidos por todo el ejército. Y en efecto: más queremos el reposo y sosiego cuando no somos obligados por necesidad que los trabajos continuos, y deseamos ejercitarnos antes en buenas costumbres y loable policía que vivir siempre con el temor de las leyes, de manera que no nos exponemos a peligro pudiendo vivir quietos y seguros, prefiriendo el vigor y fuerza de las leyes al esfuerzo y ardor del ánimo. Ni nos preocupan las miserias y trabajos antes que vengan. Cuando llegan, los sufrimos con tan buen ánimo y corazón como los que siempre están acostumbrados a ellas.
Por estas cosas y otras muchas podemos tener en gran estima y admiración esta nuestra ciudad, donde, viviendo en medio de la riqueza y suntuosidad, usamos de templanza y hacemos una vida morigerada y filosófica, es a saber, que sufrimos y toleramos la pobreza sin mostrarnos tristes ni abatidos, y usamos de las riquezas más para las necesidades y oportunidades que se pueden ofrecer que para la pompa, ostentación y vanagloria. Ninguno tiene vergüenza de confesar su pobreza, pero tiénela muy grande de evitarla con malas obras. Todos cuidan de igual modo de las cosas de la república que tocan al bien común como de las suyas propias; y, ocupados en sus negocios particulares, procuran estar enterados de los del común. Sólo nosotros juzgamos al que no se cuida de la república no solamente por ciudadano ocioso y negligente, sino también por hombre inútil y sin provecho. Cuando imaginamos algo bueno, tenemos por cierto que consultarlo y razonar sobre ello no impide realizarlo bien, sino que conviene discutir cómo se debe hacer la obra antes de ponerla en ejecución. Por esto en las cosas que emprendemos usamos juntamente de la osadía y de la razón más que ningún otro pueblo, pues los otros algunas veces, por ignorantes, son más osados que la razón requiere, y otras, por quererse fundar mucho en razones, son tardíos en la ejecución. Serán tenidos por magnánimos todos los que comprendan pronto las cosas que pueden acarrear tristeza o alegría y, juzgándolas atinadamente, no rehuyan los peligros cuando les ocurran. En las obras de virtud somos muy diferentes de los otros, porque procuramos ganar amigos haciéndoles beneficios y buenas obras antes que recibiéndolas de ellos, pues el que hace bien a otro está en mejor condición que el que lo recibe para conservar su amistad y benevolencia, mientras el favorecido sabe muy bien que con hacer otro tanto paga lo que debe. También nosotros solos usamos de magnificencia y liberalidad con nuestros amigos, con razón y discreción, es decir, por aprovechar sus servicios y no por vana ostentación y vanagloria de cobrar fama de liberales.
En suma, nuestra ciudad es totalmente una escuela de doctrina, una regla para toda la Grecia y un cuerpo bastante y suficiente para administrar y dirigir bien a muchas gentes en cualquier género de cosas. Que todo esto se demuestra por la verdad de las obras antes que con atildadas frases, bien se ve y conoce por la grandeza de esta ciudad, que por tales medios la hemos puesto y establecido en el estado que ahora veis, teniendo ella sola más fama en el mundo que todas las demás juntas. Sólo ella no da motivo de queja a los enemigos aunque reciba de ellos daño, ni permite que se quejen los súbditos como si no fuese merecedora de mandarlos. Y no se diga que nuestro poder no se conoce por señales e indicios, porque hay tantos que los que ahora viven y los que vendrán después nos tendrán en grande admiración. No necesitamos al poeta Homero ni a otro alguno para encarecer nuestros hechos con elogios poéticos, pues la verdad pura de las cosas disipa la duda y falsa opinión, y sabido es que, por nuestro esfuerzo y osadía, hemos hecho que toda la mar se pueda navegar y recorrer toda la tierra, dejando en todas partes memoria de los bienes o de los males que hicimos. Por tal ciudad, los difuntos cuyas exequias hoy celebramos, han muerto peleando esforzadamente, que les parecía dura cosa verse privados de ella, y por eso mismo debemos trabajar los que quedamos vivos.
Esta ha sido la causa porque he sido algo prolijo al hablar de esta ciudad, para mostraros que no peleamos por cosa igual con los otros, sino por cosa tan grande que ninguna le es semejante y también porque los loores de aquéllos de quien hablamos fuesen más claros y manifiestos. La grandeza de nuestra ciudad se debe a la virtud y esfuerzos de los que por ella han muerto, y en pocos pueblos de Grecia hay justo motivo de igual vanagloria. A mi parecer, el primero y principal juez de la virtud del hombre es la vida buena y virtuosa, y el postrero que la confirma es la muerte honrosa, como ha sido la de éstos. Justo es que aquellos que no pueden hacer otro servicio a la república se muestren animosos en los hechos de guerra para su defensa, porque, haciendo esto, merezcan el bien de la república en común que no merecieron antes en particular por estar ocupados cada cual en sus negocios propios, recompensen esta falta con aquel servicio y lo malo con lo bueno. Así lo hicieron éstos, de los cuales ninguno se mostró cobarde por gozar de sus riquezas, queriendo más el bien de su patria que el gozo de poseerlas; ni menos dejaron de exponerse a todo riesgo por su pobreza, esperando venir a ser ricos; antes quisieron más el castigo y venganza de sus enemigos que su propia salud, y, escogiendo este peligro por muy bueno, han muerto con esperanza de alcanzar la gloria y honra que nunca vieron, juzgando por lo que habían visto en otros que debían aventurar sus vidas y que valía más la muerte honrosa que la vida deshonrada. Por evitar la infamia lo padecieron, y en breve espacio de tiempo quisieron antes con honra atreverse a la fortuna que dejarse dominar por el miedo y temor.
Haciendo esto, se mostraron para su patria cual les convenía que fuesen. Los que quedan vivos deben estimar la vida, pero no por eso ser menos animosos contra sus enemigos, considerando que la utilidad y provecho no consiste sólo en lo que os he dicho, sino también, como lo saben muchos de vosotros y podrán decirlo, en rechazar y expulsar a los enemigos. Cuanto más grande os pareciere vuestra patria, más debéis pensar en que hubo hombres magnánimos y osados, que, conociendo y entendiendo lo bueno y teniendo vergüenza de lo malo, por su esfuerzo y virtud la ganaron y adquirieron. Y cuantas veces las cosas no sucedían según deseaban, no por eso quisieron defraudar la ciudad de su virtud, antes le ofrecieron el mejor premio y tributo que podían pagar, cual fue sus cuerpos en común, y cobraron en particular por ellos gloria y honra eterna, que siempre será nueva y muy honrosa esta sepultura, no tan sólo para sus cuerpos, sino también para ser en ella celebrada y ensalzada su virtud, y que siempre se pueda hablar de sus hechos ó imitarlos. Toda la tierra es sepultura de los hombres famosos y señalados, cuya memoria no solamente se conserva por los epitafios y letreros de sus sepulcros, sino por la fama que sale y se divulga en gentes y naciones extrañas que consideran y revuelven en su entendimiento mucho más la grandeza y magnanimidad de su corazón que el caso y fortuna que les deparó su suerte. Estos varones os ponemos delante de los ojos, dignos ciertamente de ser imitados por vosotros, para que, conociendo que la libertad es felicidad y la felicidad libertad, no huyáis los trabajos y peligros de la guerra, y para que no penséis que los ruines y cobardes que no tienen esperanza de bien ninguno son más cuerdos en guardar su vida que aquellos que por ser de mejor condición la aventuran y ponen a todo riesgo. Porque a un hombre sabio y prudente más le pesa y más vergüenza tiene de la cobardía que de la muerte, la cual no siente por su proeza y valentía y por la esperanza de la gloria y honra pública.
Por tanto, los que aquí estáis presentes, padres de estos difuntos, consolaos de su muerte y no llorarla, porque, sabiendo las desventuras y peligros a que están sujetos los niños mientras se crían, tendréis por bien afortunados aquellos que alcanzaron muerte honrosa como ahora éstos, y vuestro lloro y lágrimas por dichosas. Sé muy bien cuán difícil es persuadiros de que no sintáis tristeza y pesar todas las veces que os acordéis de ellos, viendo en prosperidad a aquellos con quienes algunas veces os habréis alegrado en semejante caso, y cuando penséis que fueron privados no sólo de la esperanza de bienes futuros, sino también de los que gozaron largo tiempo. Empero, conviene sufrirlo pacientemente y consolaros con la esperanza de engendrar otros hijos los que estáis en edad para ello, porque a muchos los hijos que tengan en adelante les harán olvidar el duelo por los que ahora han muerto y servirán a la república de dos maneras: una, no dejándola desconsolada, y la otra, inspirándola seguridad, pues los que ponen sus hijos a peligros por el bien de la república, como lo han hecho los que perdieron los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo hacen. Aquellos de vosotros que pasáis de edad para engendrar hijos tendréis de ventaja a los otros, que habéis vivido la mayor parte de la vida en prosperidad y que lo restante de ella, que no puedo ser mucho, lo pasaréis con más alivio acordándoos de la gloria y honra que estos alcanzaron, pues sólo la codicia de la honra nunca envejece y algunos dicen que no hay cosa que tanto deseen los hombres en su vejez como ser honrados.
Y vosotros, los hijos y hermanos de estos muertos, pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo, porque no hay hombre que no alabe de palabra la virtud y esfuerzo de los que murieron, de suerte que vosotros los que quedáis, por grande que sea vuestro valor, os tendrán cuando más por iguales a ellos y casi siempre os juzgarán inferiores, porque entre los vivos hay siempre envidia, pero todos elogian la virtud y el esfuerzo del que muere. También me conviene hacer mención de la virtud de las mujeres que al presente quedan viudas, y concluiré en este caso con una breve amonestación, y es que debéis tener por gran gloria no ser más flacas, ni para menos de lo que requiere vuestro natural y condición mujeril, pues no es pequeña vuestra honra delante de los hombres, cuando nada tienen que vituperar en vosotras.
He relatado en esta oración, que me fue mandada decir, según ley y costumbre, todo lo que me pareció ser útil y provechoso, y lo que corresponde a éstos que aquí yacen, más honrados por sus obras que por mis palabras, cuyos hijos, si son menores, criará la ciudad hasta que lleguen a la juventud. La patria concede coronas para los muertos y para todos los que sirvieren bien a la república como galardón de sus trabajos, porque doquier que hay premios grandes para la virtud y esfuerzo, allí se hallan los hombres buenos y esforzados. Ahora, pues, que todos habéis llorado como convenía a vuestros parientes, hijos y deudos, volved a vuestras casas.»
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