domingo, 27 de diciembre de 2015

Contornos de la muerte

El suicida siente que el mundo ya no va con él. El mundo marcha por carriles que lo dejan de lado. Al suicida lo rodea una serie de cosas y personas que andan a lo suyo y lo dejan al margen. Nadie está más solo que un suicida. Es como la antítesis del amor. Como el poema Alone de Poe. Le resulta imposible encajar en el mundo. 

Entre esas cosas están las medicinas. Algunas de ellas las ha abandonado porque ellas lo han abandonado ya a él. No le hacen efecto, o le provocan efectos secundarios indeseables en la piel, en el humor, en el ánimo, descargándole energías, empalideciendo sus emociones, aturdiéndolo, durmiéndolo o negándole visión periférica. Al cabo termina pensando que le disimulan la realidad o pegan sus pedazos para hacer aparecer un fantasma o incluso peor, un fantoche. Y los suicidas no quieren ser nada, ni siquiera un fantasma. Eso lo he observado en muchos astistas suicidas: intentan destruir todas sus obras, sus fotografías, su mismo recuerdo.

Otras cosas que hay a su alrededor son las inútiles, las que no necesita o las que lo agobian: trabajo por hacer, cuentas por pagar, enfermedades por curar, sentencias legales por esperar  (y que, sabiamente, el estado, con su potestad sobre la injusticia, demora y demora para que la desesperanza cale hasta en los más profundos huesos del alma)...  Las cosas que necesita las ha perdido él mismo o se las perdieron los otros con su indiferencia: incluso las gafas para leer (con las ganas para leer: ¿para qué hacerlo si nada va a cambiar ni nada va a recordar?), las gafas para ver lejos y reconocer las manchas de las caras de los desconocidos que no lo aman, el teléfono móvil, al que ni siquiera carga las pilas porque no tiene a quien llamar y si llama no lo van a escuchar o serán los que tiene cerca en casa y no le quieren oír porque si lo oyen no lo van a entender o van a entender lo que ellos quieren entender. Más soledad, en suma. Y lo que es peor: ha perdido hasta las ganas de encontrar los objetos que necesita, las palabras que quiere oír... cree que le harán pagar un precio por eso, y el suicida está harto de pagar, está harto de esforzarse, porque ha visto que todos sus esfuerzos han sido inútiles, han sido mal comprendidos o no han valido de nada, porque tiene unos deseos de arreglar las cosas superiores a sus propias y menguadas capacidades para hacerlo. Ni siquiera ha podido cambiar su vida, o hacer lo que le gustaba, o ser comprendido por quienes amaba y sigue amando, pero de una manera que ellos ya son absolutamente incapaces de comprender. Nada ya lo puede distraer: en la televisión ponen las mismas películas que ha visto una y mil veces, en el cine nuevas versiones de historias que ya se conoce... El arte ha dejado de existir, porque ya no puede enseñar nada nuevo ni entusiasmar a nadie.

El suicida piensa que la soledad es peor que la muerte. Por eso se suicida: para no estar ni siquiera solo. Así que muchos suicidas en realidad solo intentan suicidarse para que la gente acuda cerca de ellos y se sientan menos solos. Porque la soledad es, sin duda alguna, para un suicida, la principal causa del acto.

El suicida padece lo que Freud llamaba pulsión de muerte. Si tuviera ganas, leería a Lucrecio, a Poe, a Leopardi, a Feuerbach, a Thomas Hardy. Pero no tiene ganas: "Quien sabe de sufrir, todo lo sabe". Desea ir a un lugar donde todo ya no importe; un lugar de simplicidad absoluta, al Jardín de Proserpina que poetizó Swinburne. En ese jardín no hay felicidad, solo paz y tranquilidad; Espronceda ya lo cantó en su poema a la Muerte, incluido en El diablo mundo.

Cuando ese alguno ya ha intentado suicidarse bastante, encuentra al fin la manera de hacerlo con disimulo para que la gente no sufra por él y lo hará pasar como un accidente o simple muerte común; nadie sabrá cómo lo hizo, no le verán motivos para hacerlo, será su pequeño secreto. El pequeño secreto de quien perdió toda esperanza de amor, de quien negó el mismo amor, la mera posibilidad de amor. Se dio cuenta incluso de que no hay Dios y, si lo hubiera, no se interesaría de ningún modo por nadie y ni siquiera nos odiaría, ya que, tras habernos dado cuerda, nos deja desmenuzarnos con perfecta indiferencia. Y será enterrado en una sima con cruz y todo, como si hubiera creído realmente en algo.

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