Cuesta trabajo imaginar a Mariano Rajoy improvisando un pasaje de La vida es sueño.O escuchándolo disertar sobre Santayana. No se recuerda al presidente en la ópera o en el teatro. Alguna exposición ha inaugurado por obligación, pero la relación del Estado con la cultura se atiene al recelo, a la sospecha y al desprecio. Ya decía Montoro que la cultura es entretenimiento, no tanto para definirla en su vacuidad como para maltratarla con las tijeras, restringirla a un espacio superfluo, amenazado.
Sucede lo contrario en Francia. Lo ha demostrado el espesor litúrgico de Emmanuel Macron en su llegada al Elíseo. No sólo haciendo acopio de símbolos providenciales como escenografía de su propia coronación —la Pirámide del Louvre, el Arco del Triunfo napoleónico, la estatua ecuestre de Luis XIV—, sino ubicando la cultura y la educación en el centro mismo de su discurso de investidura. Macron cita a Montaigne desde los adentros. Y recita sin apuntador el primer acto del Tartufo de Molière.
Es una manera de reivindicar la excepción cultural. Y de hacerlo en sus cualidades polifacéticas. La cultura en su acepción inútil e intangible, la cultura en su pragmatismo industrial, pero también en su dimensión geopolítica. Francia coloca en Abu Dabi el Louvre como un espacio de conquista, del mismo modo que emplea todos los recursos académicos y audiovisuales —Alliance Française, France24, Radio France International— para divulgar urbi et orbe una lengua y una idea de la civilización.
El proyecto se recrea en la grandeur y exagera el proteccionismo, hasta el extremo de conculcar las reglas del mercado o de la libre competencia comunitaria, pero el modelo hiperbólico de la excepción también aspira a proporcionar una sociedad ilustrada y sensible. Le Pen triunfa en el electorado menos instruido. Los miedos, las supersticiones, la credulidad, se combaten con la educación. Partiendo de una premisa inequívoca: la cultura engendra la riqueza, y no al revés.
Le conviene a España asimilar el eslogan, no ya para replantearse la hipoteca mefistofélica que implica recortar en educación y en investigación, sino para prevenirse del analfabetismo ilustrado, pues hemos visto estos días el conflicto que ha suscitado un escrito mal redactado porque los fiscales incurrían en una prosa hermética y malograban las preposiciones. Pedro Sánchez confunde el infinitivo con el imperativo. Mariano Rajoy no ha aprendido a pronunciar todavía un participio.
Decía Karl Kraus que una errata o una coma fuera de lugar podrían ser el origen de una guerra mundial. Así de escrupuloso era el pensador austriaco con las formas. Porque las formas son el fondo en la superficie. Y porque la pulcritud del lenguaje en su apariencia equivale a la credibilidad del contenido en sus entrañas. Vive la France.
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