Desde hace largo tiempo, amada Sofía, sufro por el desacuerdo que hay entre mi vida y mis creencias. No puedo obligaros a cambiar ni vuestra vida ni vuestras costumbres; no he podido tampoco abandonaros hasta hoy, porque pensaba que, por mi alejamiento, privaría a nuestros hijos, todavía muy jóvenes de esta pequeña influencia que podría tener sobre ellos, y porque a todos os causaría mucho dolor.
Pero no puedo continuar viviendo como he vivido durante estos últimos dieciséis años, ora luchando contra vosotros y provocando vuestra irritación, ora sucumbiendo yo mismo a los influjos y seducciones a que estoy habituado y que me rodean.
He resuelto hacer ahora lo que quería hace tiempo: marcharme. Como los hindúes, que, cuando han llegado a los sesenta años, se van a un bosque; como cada hombre viejo y religioso que desea consagrar los últimos años de su vida a Dios y no a las bromas, a los juegos de palabras, a las habladurías y al lawn tennis / tenis sobre hierba; así también yo, que he llegado a los setenta años, deseo con todas las fuerzas de mi alma la paz, la soledad, y si no una armonía completa, por lo menos no este desacuerdo que clama entre mi vida toda y mi conciencia.
Tú principalmente, Sofía, déjame partir, no me busques, ni te disgustes ni me censures. El hecho de que te haya abandonado no prueba que tenga yo motivos de queja contra ti. Sé que tú no podías, que no podías ver ni pensar como yo, y por esto no has podido cambiar tu vida y hacer un sacrificio a lo que no me reconocías. Por eso no te censuro; antes por el contrario, me acuerdo con amor y gratitud de los treinta y cinco años largos de nuestra vida en común
Pero en el último período, en los últimos quince años nuestros caminos se han separado. No puedo creer que yo sea culpable de ello; sé que si he cambiado no ha sido por mi gusto, ni por el mundo sino porque no podía obrar de otra manera. No puedo acusarte de no haberme seguido y te doy las gracias y me acordaré siempre con amor de cuanto me has dado. Adiós, mi querida Sofía. Te amo.
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