martes, 5 de octubre de 2010

Cerrar este blog

Sopeso la posibilidad de cerrar el blog. Es cierto que mantiene la buena forma de la prosa y sirve de depósito a pensamientos y sucesos que, de otro modo, pasarían a los anales de la insignificancia y quizá tengan algo de interesante, pero lo que más me detiene es el hecho de que haya alguien que me lea o la ilusión de que responda; soy generoso dando mis palabras, pero también me gusta recibir las ajenas. Por otra parte, escribir es una terapia, ya que cuando escribo no soy yo, soy otro, como bien sabía Arthur Rimbaud, al menos cuando era Arthur Rimbaud y no ese soso traficante de armas que murió en Etiopía.

Estoy viendo los escritos inconclusos o terminados que dejé en la carpeta borradores. Algunos son textos que no se pueden publicar sin que alguien salga escocido. Otros son faenas que se quedaron sin remate porque me llamaron por teléfono o para comer. Copiaré algunos a continuación, por si a alguno le suscitan entretenimiento, inspiración o alguna razón útil.

I

Hay una nueva emigración. Otra vez los españoles deben irse a Alemania a trabajar; pero esta vez los que van ya no son albañiles, camareros, empleadas de hogar, mecánicos, mineros, peones etcétera; los que se van son los ingenieros, los informáticos, los enfermeros, los profesores, los artistas etcétera... Aquí únicamente pueden vivir ya los deportistas, los políticos, los funcionarios de las autonomías, los curas, los albañiles, los mecánicos, los camareros y los emigrantes africanos y asiáticos. Va a ser de verdad que España es la tierra de los que no pueden ser otra cosa (lo dijo Cánovas, lo repitió Galdós, pero yo lo he leído en un romance de Quevedo que seguramente le comentó a Cánovas su amigo el editor de sus obras para la BAE, don Aureliano Fernández Guerra)

II

Me levanto, impreciso e incierto como el reinado de Witiza, a la hora de los fantasmas, tres de la madrugada, con la mente disgregada por el insomnio. Hay quien afirma que esa hora es la de la puesta de sol; otros, que la medianoche. Pero la Demonología, arte o ciencia obscura y subrepticia donde las haya, por la que últimamente siento alguna curiosidad, afirma que es la simbólica de tres de la madrugada, teniendo en cuenta el desfase horario, que no rige en ese ultramundo cuyo mapa trazó Hostanes magus.

Y me levanto. Quizá no sea un fantasma; supongo que los fantasmas no escriben a ordenador, aunque puedan estar pensándolo. La autorreflexividad del pensamiento engaña mucho en su juego de espejos oscuros: uno puede reconocerse en los ecos que llegan de su identidad desde las profundidades de ese globo tan vacío y nocturno que es el universo. Las voces del otro mundo que nos llegan son las nuestras, diciéndonos que estamos muertos, que nuestra otra mitad, la gemela que nació con nosotros, está muerta, por solipsismo. Tenemos dos mitades, que son sujeto y objeto, y una de ellas no hace nada. O casi. Nos imita los gestos, siempre algo más tarde, desde algún universo paralelo cuántico en que ocurre lo diverso, que es lo mismo, pero en otra dirección. Hasta que nos ponemos a soñar despiertos o dormidos y nos habla, aunque para entender su gramática hay que entreabrir las cosas o mirarlas con los ojos de Hermes. Todos deberíamos saber que estamos incompletos, que nuestra otra mitad se halla especulamente en el fondo insondable de la nada.

Los grandes temas de la literatura los consignó Miguel Hernández en un verso: "la vida, la muerte, el amor". Obsérvese que, si los eximimos de su neoplatónica y hegeliana trinidad, dos de ellos son antitéticos y a uno, el amor, le falta su pareja, que es la soledad. Y la soledad falta en los versos de alguien tan hecho a las cavilaciones como Hernández, que huyó de la soledad de los campos y los yermos y se sumergió en pueblo, en comunidad, intentando disolverse en esa identidad, como una patata, si hemos de emplear el término de Aleixandre, que le veía llegar tan moreno del campo en su libro Los encuentros, si mal no recuerdo. Pero Hernández no era soluble, era la persona más concreta y toril que se pueda uno imaginar. Por eso no gustaba a un pijo como Lorca; le recordaba algo en sí mismo que detestaba profundamente, su carácter burgués, por lo que siempre lo rehuía, no le diese una cornada. Hernández era más auténtico y mineral que él, más sincero y auténtico, a su modo, siempre más propio que el de Lorca. Se ve claramente en cómo asimilan los dos la herencia brutal del surrealismo nerudiano, la poesía ya impura de sus primeras Residencias.

Nunca he sido dueño de mi pensamiento. Va y viene como el mar a las arenas, impulsado por un viento intangible y transparente. Por eso me sobrevuelan las torvas gaviotas, como si fuera el desnudo hijo de una mar herida por mil estrías y cuchillos de sol.

Y me vuelvo a dormir.

III

Todavía no soy un niño muerto. De cuerpo más abultado que adultado, no me atraen los lápices de colores, pero sí los bolígrafos o rotuladores que escriben negro sobre blanco y los blocs milimetrados tamaño hoja. Esto de ser espiritualmente enano saltarín o pulgarcito mental tiene la ventaja de que te puedes filtrar jugando donde otros, globos inflados de prejuicios, no caben, pudiéndome adherir vientos, aromas y barros; por los intersticios del miedo, del asco, de la angustia, conservando una cierta inocencia.

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